martes, 24 de marzo de 2015

LoS AmOrOsoS

Los amorosos callan. 
El amor es el silencio más fino, 
el más tembloroso, el más insoportable. 
Los amorosos buscan, 
los amorosos son los que abandonan, 
son los que cambian, los que olvidan. 

Su corazón les dice que nunca han de encontrar, 
no encuentran, buscan. 
Los amorosos andan como locos 
porque están solos, solos, solos, 
entregándose, dándose a cada rato, 
llorando porque no salvan al amor. 

Les preocupa el amor. Los amorosos 
viven al día, no pueden hacer más, no saben. 
Siempre se están yendo, 
siempre, hacia alguna parte. 
Esperan, 
no esperan nada, pero esperan. 

Saben que nunca han de encontrar. 
El amor es la prórroga perpetua, 
siempre el paso siguiente, el otro, el otro. 
Los amorosos son los insaciables, 
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos. 
Los amorosos son la hidra del cuento. 

Tienen serpientes en lugar de brazos. 
Las venas del cuello se les hinchan 
también como serpientes para asfixiarlos. 
Los amorosos no pueden dormir 
porque si se duermen se los comen los gusanos. 
En la oscuridad abren los ojos 
y les cae en ellos el espanto. 
Encuentran alacranes bajo la sábana 
y su cama flota como sobre un lago. 

Los amorosos son locos, sólo locos, 
sin Dios y sin diablo. 
Los amorosos salen de sus cuevas 
temblorosos, hambrientos, 
a cazar fantasmas. 
Se ríen de las gentes que lo saben todo, 
de las que aman a perpetuidad, verídicamente, 
de las que creen en el amor 
como una lámpara de inagotable aceite. 

Los amorosos juegan a coger el agua, 
a tatuar el humo, a no irse. 
Juegan el largo, el triste juego del amor. 
Nadie ha de resignarse. 
Dicen que nadie ha de resignarse. 
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. 
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla, 
la muerte les fermenta detrás de los ojos, 
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada 
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente. 

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, 
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, 
complacidas, 
a arroyos de agua tierna y a cocinas. 
Los amorosos se ponen a cantar entre labios 
una canción no aprendida, 
y se van llorando, llorando, 
la hermosa vida.


JaImE SaBiNes.

sábado, 21 de marzo de 2015

ALTAGRACIA ! !!!!!!!!!!!!!!!!!

Esta historia nos pareció muy divertida a mi mejor amigo y a mi, espero que también les divierta!! si quieren leer más historias de este autor le dejo el enlace :)

Mamá cree que todavía soy virgen. Sabe muy pocas cosas de su niña linda. Sabe de las visitas del vampiro y los botones de mis senos, pero no imagina que el olor de un hombre me atrapó en el mercado. Conoce al hombre porque ese día fuimos juntas a su tienda a comprar un conejo, pero no tiene ni la menor idea de la pasión que me arrastra. La tía Adela, que no vivía con nosotros sino con un camionero desde hacía siete meses, tenía antojos. Dejamos para el final la compra del conejo, después de recorrer todo el mercado buscando unos zapatos. Mamá se midió treinta pares y compró los más feos. Luego fuimos por la fruta y la verdura, la papa y la yuca, el café y el arroz. Yo iba atrás, como siempre, cargando todo. Me dolían los brazos y los hombros. Descargué mientras mamá regateaba.
─Señora, por ese precio le puedo dar otro ─dijo el dueño, que entonces no era mi dueño sino del conejo y del negocio─. Espéreme, señora, ya lo traigo.
Pasó por mi lado y su olor me impregnó. Ni siquiera había visto su cara. Levanté los ojos porque era más alto y vi sus bigotes espesos, sus cejas despeinadas, su nariz colorada, y el olor no me dejó pensar. Me gustó el hombre. Calculé que me llevaba por lo menos veinte años. Me gustó como nadie nunca antes en la vida me había gustado. El hombre, que todavía no era viejo, trajo el otro conejo, uno gris, algo pequeño pero toda una preciosidad. Se lo pedí, ansiosa. Toqué sus manos, suaves y tibias, al recibir el animalito. Tal vez ese era el propósito de la petición: tocarlo. Olí su cuerpo mientras acariciaba las orejas del conejo. Como mantenía abiertos los botones superiores de la camisa, vi su pelaje de oso y sentí la tibieza. Manos grandes, zapatos grandes y nariz ancha, un tanto aplastada, nariz de boxeador, nariz de negro. Me imaginé acostada en su mano de King Kong. Altagracia y la bestia. Sentí el viento en las piernas mientras me llevaba a la cima del rascacielos.
          Mamá se negó a aceptar el conejo gris. Insistió con el primero que habíamos visto, uno negro, gordo y tranquilo, con las puntas de las orejas blancas. Me aburrí mientras llegaban a un acuerdo. El hombre, cansado ante la terquedad de mamá, aceptó el trato con la sabida advertencia: “Salgo perdiendo, señora”. Le pedí a mamá el conejo gris. “Cómprele el conejo a la niña”, dijo el hombre, pero no agradecí su ayuda porque me dolió que no me viera como mujer. Qué idiota. Había perdido la niñez al conocer su olor. Qué idiotas son los hombres, qué bestias, no se dan cuenta de nada. En fin, mamá se negó a complacerme, y regresamos a casa sin hablar, pero yo sabía que volvería por el conejo gris.
            Lo hice al día siguiente.
            ─Pensé que vendría más temprano ─dijo el hombre.
            Me asusté.
            ─Se le notó el gusto ─dijo el hombre─. Por el conejo, niña.
            No le vi sentido a la aclaración.
            ─Ya no soy una niña ─dije, toda seria.
  ─Como usted diga, señorita. ¿Partió la alcancía?
        Acaricié el conejo mientras sus ojos me recorrían, y acordamos el precio.
            ─No puedo llevármelo ─dije.
        ─Se lo guardo un rato ─propuso el hombre, creyendo que tenía otros asuntos urgentes.
El hombre era mi único asunto urgente.
─No puedo llevarlo a casa. No lo quiero en un asado de mi mamá.
─¿Entonces qué vamos a hacer?
─Usted me lo cuida y yo le pago ─dije.
─Pero pronto va a estar muy grande para tenerlo en el negocio.
─Se lo lleva a su casa y voy a visitarlo.
–¿Cuándo?
─El domingo.
Desde el martes le dije a mamá que iría a misa con Rosana. Imaginé la casa de muchas maneras. Imaginé la visita de muchas maneras. Luego ya no quise imaginar nada. Que sea lo que Dios quiera. Mientras la tía Adela se chupaba los huesos del conejo negro, el hombre me esperó en el Parque Colón, sentado junto a una señora gorda que regaba maíz a las palomas. Está asustado el señor, está sudando. Tuve que aguantarme la risa porque había desempolvado la corbata y se había engominado el pelo, como los actores antiguos. Aunque la chaqueta a rayas y los vaqueros no combinaban, me pareció bonito, menos viejo que el otro día. Me dio un caramelo cuya envoltura había retorcido como un alambre mientras me esperaba. Llegué a tiempo, pero el hombre se había adelantado media hora. El lobo hambriento reparte caramelos y mastica niñas tiernas. Preguntó por mamá.
─Simpática, la señora ─dijo, sin esperar respuesta.
Caminamos tres cuadras y ya estábamos en su casa. Vivía solo, aunque había mano femenina: orden y limpieza, el piso reluciente, las cositas en su puesto. El bosque del lobo huele bien. Vi el conejo gris, por supuesto.
─Está creciendo.
No se notaba, pero dije que sí.
Había otros conejos, como siete ratones, dos perros arrugados y una tortuga. Unos al aire libre, regados por el patio y el solar, y otros, enjaulados. Había duraznos y mangos. Había cosecha.
─¿Qué le debo?
─Todavía nada.
Me tocó los cabellos. Me tocó y me asusté.
─Otro día vuelvo ─dije.
─¿Sin dársele nada?
─Como qué.
Saltó para bajar un durazno y me lo ofreció.
─Entonces otro día vuelvo.
─Como usted diga, señorita.
Sabía que era cierto. Sabía que las ganas le pueden al miedo. No volví el domingo siguiente sino mucho antes. Dejé el durazno en la mesita de noche y volví el jueves, sin avisar. No de día sino como a las siete de la noche. Mamá tenía un velorio. Alegué que me dolía la cabeza para no acompañarla. Me puse la faldita negra, las sandalias, la blusita ombliguera y me pinté la boca. Tengo que preguntarle el nombre, no lo puedo llamar “el señor del conejo”. ¿Tendrá mujeres? Sería raro que no. Tomé el autobús en la Esquina de las Golondrinas. Busqué una ventanilla y me imaginé desnuda en un bosque, perseguida por los lobos. “Mamacita, ya está como para chuparle los huesitos”, me susurró un viejo baboso al oído, haciéndome acordar de los antojos de la tía Adela. No tiene mujer, no tiene hijos. Me levanté porque el viejo quiso descansar su mano en mi rodilla. Otro, menos viejo, se quedó mirándome el culo mientras me estiraba para alcanzar el timbre. Me bajé dos cuadras antes del Parque Colón y caminé despacio. La brisa me manoseó por todas partes. La gorda ya no daba de comer a las palomas, que se habían ido a dormir. ¿A dónde van las palomas sin dueño cuando ya no son hermosas? Me lo había preguntado Adolfo, que leía mucho, que casi no hacía otra cosa. Escribía, perdía el tiempo. Poeta. Había copiado de un libro la frase de las palomas. El flaco Adolfo, con sus ofrendas de libros y caramelos. Los libros se me quedaban a medias. Pobre Adolfito. Siempre estaba memorizando bobadas para soltarlas en mi oreja, pero aquello de las palomas me gustó. ¿A dónde van? ¿Pierden las plumas y se mueren de pena? Imaginé a la gorda rezando el rosario de rodillas, junto a la cama, toda desplumada, mortificada por los malos pensamientos. En el escaño, una parejita de novios se besaba. El muchacho descansaba una mano en la rodilla de la niña, y la otra iba camino al seno izquierdo. Van a comerse. Se meterán a una pensión de mala muerte y se gozarán toda la noche. Atravesé el parque y recorrí las tres cuadras que faltaban. En la tienda de la esquina, unos muchachos bebían cerveza mientras veían bailar a Michael Jackson en la tele. Me solté el cabello antes de tocar. Se va a comer toda la cosita rica que soy, se va a chupar los dedos. Hasta me da envidia el hijo de perra. Volví a tocar y el hombre apareció, descalzo, despeinado, con un pocillo rojo en la mano. Los perros arrugados me hicieron fiesta hasta que el hombre los espantó: no quería competencia, por supuesto.
─Vengo a ver el conejo ─dije.
Ambos sabíamos que no era cierto.
─Está en su casa, señorita ─dijo el hombre.
─No me diga señorita.
─¿Acaso no lo es?
Por supuesto que lo era.
─Me llamo Altagracia.
─Bendita sea ─dijo, y casi se persignó─. Soy Antonio.
Nos dimos la mano. Me sentí estúpida al ofrecérsela. No me la soltó. Al contrario, me apretó hasta casi lastimarme, erizándome toda.
─Altagracia, bendición del cielo, y san Antonio, patrono de las niñas perdidas ─dijo.
Se las ingenió para llevarme de la mano hasta el solar, donde el conejo dormía. Los perros arrugados batieron la cola pero no se acercaron. El conejo, en cambio, no me reconoció. Me quedé mirándolo, con Antonio a mis espaldas.
─¿Qué tal el duraznito?
─Todavía no me lo he comido ─dije.
Puso las manos en mis hombros. ¿Y el pocillo? Las bajó como quien no quiere la cosa, volvió a mis hombros y empezó a masajearlos. “La niña del conejo”, dijo en mi oreja. Antonio, el señor del conejo. Me atormentó su respiración de caballo en mi oreja. Antonio, Antonio. Cerré los ojos. Lo que Dios quiera, que así sea. Puso las manos en mi cintura. Casi me abarcaba con sus dos manos. Me volteó y me besó en la boca con dulzura, con cuidado, con suavidad. Entonces lo besé: le chupé la boca y olí su pecho con descaro. No había nada más que decir: me llevó de la mano hasta su cama y me desnudó. “El conejo de la niña”, precisó, con la mano sumergida en mi entrepierna. “¿Sabes por qué a las niñas les dicen alcancías”, preguntó sin apartar la mano de mi raja y me olió como un perro. “Preciosa alcancía”, suspiró. Quise que fuese verdad de inmediato lo que en mi mente había sucedido tantas veces, con él y con otros, hasta con el Juan de Jesús, el camionero de la tía Adela. “Pero qué miel tan rica tienes guardada”, dijo con voz ronca y la punta de su lengua corroboró la afirmación. Me besó largo rato, me besó la boca, la cara, las orejas, el cuello, los senos, y luego me penetró. Estuvo moviéndose una eternidad, hasta que dejó de dolerme, y se derramó. El aroma vegetal del solar entró por las rendijas de la ventana. Vi una telaraña en el techo, en una esquina, y una mancha en la pared: un dragón persiguiendo una pelota. El hombre amasó mis pechos mientras descansaba, luego volvió a galoparme y me desbarató. Me dijo cosas, me llenó de miel y palabras, y se desmadejó, vacío, en mis orillas. El dragón desmigajó la pelota y se hinchó hasta cubrir toda la pared. Tuve un pensamiento raro: vi el planeta Tierra como una pelota perdida en la inmensa sala del Universo, y la gente agarrándose como gatos, con uñas y dientes, para no caer al vacío. Me sentí sola. Supe que estaría sola, que por mi vida pasarían los hombres, uno detrás de otro, pero que siempre estaría sola. Para espantar los pensamientos, me levanté y me vestí, como si fuese otra porque tuve que ordenarme: ahora los calzones y la falda, muchacha, ahora el brasier y la blusa, querida, ahora las sandalias, niña. No me despedí de Antonio porque se había dormido. Apagué la luz y cerré la puerta. En la oscuridad confundí la cocina con la sala. Altagracia, estás perdida. ¿O eres una perdida? ¿Dónde estarán los perros? Al fin me orienté y di con la puerta de la calle. Me hizo sudar el mecanismo del seguro. Eres una perdida, Altagracia. Estaba a punto de devolverme a despertar a Antonio cuando la puerta se abrió con un gemido. Perdida, ligera, fácil, lo que sea, pero me había quitado un peso de encima, como la niña que se hace agujerear las orejas para lucir los aretes. Dejé sueltos dos botones de la blusa. Quería que me vieran las tetas. Caminé de prisa y en el Parque Colón todavía encontré transporte para Atalaya. Sentí curiosidad por los hombres que venían en camino.
Mamá volvió tarde a casa. Olía a alcohol y había llorado. Tuve ganas de decirle:
─Estoy embarazada.
O:
─¿Quieres ser abuela dentro de nueve meses?
Ni siquiera le dije una frase que bailaba en la punta de mi lengua. Que había vuelto a casa llena de semen. No se lo dije a nadie. “Ahora sé a dónde van las palomas cuando son hermosas”, quise decirle a mamá. Me senté en su tocador y me toqué los pechos recién lamidos. La vi dormida en el espejo. Le dije pasito:
 ─Hice el amor, mamá.
Le acomodé la manta y salí de su cuarto con pasos de ladrón.
Me comí el durazno en la cama, despacio, con mordiscos de ardilla. Envolví la semilla en papel aluminio y la guardé debajo de la almohada.
Soñé con un árbol por dentro.
Las ramas crecían hasta asomarse por mis orejas.
El vampiro me visitó a mitad de mes. Quise correr a ver al hombre, pero preferí esperar tres días, cuando otra vez era domingo. Fui a verlo y me quedé toda la tarde, desnuda en su cama, feliz. Al final olí todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Al final besé todo su cuerpo. No había una dicha mayor.
─Conejita ─dijo─. Ay, conejita.
Luego, como ido, como extraviado, añadió:
─Putica.
Me estremecí. “Toda tuya, papacito”, dije. Y fui su coneja, su puta, su perra. Le pregunté si podía venir al día siguiente y dijo que sí. ¿Y al siguiente? Tenía una diligencia. Pero el domingo sí, todo el domingo.
─Puedo venir a plancharte la ropa.
No era necesario. Alguien ya hace el trabajo, por supuesto, pensé. Otra mujer. Un árbol parecía espiarnos a través de la ventana. Fui desnuda al solar y bajé los duraznos que quise. Uno de los perros arrugados me lamió una pierna y el otro quiso olerme la parte más sagrada. “Muchachos, todo esto ya tiene dueño”, les dije. Tropecé y volví cojeando, con otra idea:
─Puedo venir a prepararte una mermelada.
─Voy a chuparte las teticas.
–Lo que tú quieras ─dije─. Puedes hacer conmigo lo que quieras.
Me mordisqueó los pezones.
 ─Teticas de perra ─dijo.
Me dio una tanda de cosquillas con el bigote, me bañó como si fuese una recién nacida, me enseñó a enjabonarlo. Soñé que me exhibía desnuda en la calle y los hombres me arrojaban monedas. Unas cuantas entraron en mi raja abierta, húmeda y hambrienta.
Lo vi con la frecuencia que las mentiras a mamá lo permitían.
─Ya no paras en la casa ─dijo mamá─. Adolfo ha venido varias veces.
Adolfo no era santo de su devoción, pero, en el fondo, ella prefería este culicagado a cualquier otra cosa. Cualquier extravío con quién sabe quién. Adolfo, el niño tonto, ahora me fastidiaba. Quería hacer cosas conmigo pero no sabía exactamente cuáles. Me manoseaba y eso era todo. Ni él propuso ni yo le di la oportunidad de algo más memorable.
La tía Adela vino a casa con su barrigota, patiabierta, escoltada por el Juan de Jesús, el camionero, el negro de ojos torcidos, que se veía más feliz que marrano estrenando lazo, y me dio envidia. Mamá los había invitado a tomar chocolate con queso y almojábanas y se reían de todo. La tía Adela jugueteaba con los hilos de queso. Me pregunté si la barriga todavía les permitía hacer cositas.
─Entonces seré la madrina, qué honor ─dijo mamá, aplaudiéndose.
La tía Adela dio a luz a finales de febrero y me sentí dichosa. Era una niña sonrosada y peluda, con naricita de modelo y preciosas orejas.
─Mi mamá era blanca ─dijo el camionero, más negro que el carbón, para evitar malentendidos.
Si era blanca la señora, por qué el pobre Juan de Jesús salió tan negro. Y si era así de negro el pobre, por qué la niña tan blanca. La tía Adela siempre había sido brinconcita. Pero, por otra parte, Michael Jackson, negrísimo de nacimiento, tenía hijos blanquísimos, y todo el mundo se comía el cuento. Disimulé la risa porque de pronto me imaginé a Juan de Jesús todo blanco, con nariz de muñeca, mentón partido, labios finos y cabello lacio. Juan de Jesús y Michael, divinos, trayendo al mundo niños blancos como la nieve, con cirugías incorporadas: sin narices aplastadas. 
─Es Piscis, buena gente ─señaló la tía Adela, con súbito dolor de cabeza, refiriéndose a la niña, por supuesto.
El negro soportó la comedia en la casa y los chistes en la calle hasta que ya no pudo más: dijo que iba a la esquina a comprar el pan, se subió al camión y hasta el sol de hoy.
─Me lo imagino amasando negras en Punta Gallinas ─dijo la tía Adela, y añadió, muerta de risa─: Ahora no sé si esperarlo o salir a comprar el pan yo misma.
Tuve ganas de una criatura, de cualquier color, con nariz chata o respingona. Unas ganas locas y urgentes. De niña quise una bicicleta y nunca se pudo. Unos patines, y tampoco. Una Barbie, y menos. Alquilé una bicicleta grande, me caí un montón de veces y me raspé las rodillas, las manos, los codos, en la pista del estadio, hasta que aprendí, sin guía, sin manual de instrucciones. Nunca me trepé a unos patines, juguete de niños ricos. Me embolataron con muñecas de trapo. De niña me contemplaba en el espejo, esperando las teticas de la Barbie, y nunca pasaron de este tamaño. Ahora quería un muñeco de carne y hueso. Me moría de ganas. Se lo dije al hombre, que se rió en mi cara.
─Ya no estoy para esos trotes.
─No lo vas a parir ─aclaré.
─Estás muy niña.
─Niña, pero me haces de todo.
Ya no se derramaba dentro. O sí lo hacía, prefería mi boca u otro sitio. El hombre no quería un hijo y me dolía.
─No voy a verte más ─dije, y ambos sabíamos que no era cierto.
No dijo nada.
Lo veía cada vez que me lo permitía: cada vez menos. Decía que tenía que cuidar a su madre, muy delicada de salud. Nunca me la presentó. Alguna vez no encontré a nadie en casa. Fui al negocio: cerrado. El vecino explicó que había viajado. ¿Y el conejo? Volví a la casa de Antonio a los tres días y no me dio ninguna explicación. Le fui sacando la historia con ganzúa pero se contradijo en los detalles. Primero dijo que había viajado a Pamplona a chupar frío y luego que a Sacramento por un negocio que no entendí, primero dijo que en tren y luego que en autobús, que había dormido en un hotel y después que donde unos viejos amigos. Aburrido, me preguntó si podía llevarme el conejo.
─No, aquí se queda mientras sigamos juntos.
Terminé por llevármelo. Me lo llevé el día que una mujer me abrió la puerta y supe a dónde iban las palomas cuando ya no eran hermosas.
─¿Antonio?
Piernas flacas, tetas grandes, pelo pintado. Me pregunté si las tetas también serían falsas. No era la madre, por supuesto. Quise decirle, para ofenderla, obviamente, que se veía que no era la mamá de Antonio pero que tenía la edad para serlo.
─Sí, pero está dormido ─dijo la mujer, mordiéndose el labio.
─No importa, vengo por el conejo.
Fui detrás de la mujer hasta el solar.
Qué culo.
─¿Y los perros?
─Se vendieron.
Creo que exageró el caminado a propósito, como para restregarme las diferencias. ¿Qué puede hacer una, madre mía, con estas teticas de perra hambrienta y este culo de muchacho? Me sentí como una inmunda lagartija, ni más ni menos.
─¿Y qué le digo a Antonio, niña?
─Que ya no se preocupe más por la perrita.
─Será por el conejo ─corrigió la fulana.
─Y que tampoco se preocupe más por el conejo.     
Se lo llevé a mamá, que lo preparó para el bautizo de Almendra, la niña de la tía Adela. Todos reían, todos tan felices, tan alborotados.  Hasta la tía Adela, que ya le tenía reemplazo oficial al negro, se retorcía en la silla. Se me salieron las lágrimas mientras se chupaban los huesitos. Adolfo había venido a la fiesta. Me sacó a bailar. De pronto se me ocurrió decirle:
─Tengo un conejo que quiero que veas.
Lo llevé de la mano al fondo del solar, más allá de la casa del perro que se nos murió de viejo, detrás del durazno. Me quité los calzones y me subí el vestido.
─Haz lo que quieras ─dije.

El Hombre de Arena.


EL HOMBRE 
DE ARENA 


E. T. A. Hoffmann 
El Hombre De Arena E. T. A. Hoffmann 


Nataniel a Lotario: 

Seguramente estarán ustedes muy preocupados porque hace tanto tiempo que no 
escribo. Mamá debe estar rezongando y Clara ha de creer que vivo aquí feliz y 
contento, y me he olvidado de mi adorado ángel que llevo tan hondo en mi corazón. 
Pero no es así; cada día y a cada momento estoy pensando en ustedes y en dulces 
sueños se me aparece la imagen tierna de mi querida Clara y me sonríe con sus ojos 
alegres, como solía hacer cuando yo iba a visitarlos. 

¡Pero cómo podría haberles escrito en este estado de ánimo que ha turbado de tal 
modo mis pensamientos! Algo espantoso ha penetrado en mi vida.. Oscuros 
presentimientos de un destino pavoroso que me amenaza se extienden como negras 
nubes sobre mi ser y no dejan pasar un solo rayo de sol. 

Debo contarte ahora lo que me ha sucedido. Sé que tengo que hacerlo pero no 
puedo evitar que una extraña sonrisa me deforme la boca de sólo pensarlo. ¡Ah, mi 
querido Lotario! ¡Cómo hacerte sentir en alguna medida lo que hace pocos días me 
ha sucedido y que de tal modo me ha destrozado la vida! Si estuvieras aquí podrías 
verlo con tus propios ojos, pero así seguramente dirás que estoy loco y veo visiones. 

En pocas palabras: lo espantoso que me ha sucedido, cuya impresión mortal 
procuro en vano alejar de mí, consiste en lo siguiente: hace pocos días -para ser más 
exactos el 30 de octubre, a las doce del mediodía-llamó a mi puerta un vendedor de 
barómetros y me ofreció su mercancía. Yo no le compré nada y lo amenacé con 
arrojarlo por las escaleras, ante lo cual se marchó por sus propios medios. 

Imaginarás que sólo razones muy particulares, hondamente arraigadas en mi 
vida, pueden hacer que le dé importancia a este hecho y que la persona del vendedor 
de barómetros ejerciera sobre mi una impresión tan nefasta. Y así es. Pongo en juego 
todas mis fuerzas para dominarme y poder así contarte con calma y paciencia 
algunos episodios de mi primera juventud que te permitirán comprender todo con la 
mayor claridad. A punto de empezar es como si te oyera reír y decirle a Clara: "Son 
cosas de niño". ¡Pero ríanse, por favor, ríanse de mí con ganas, les ruego que lo 
hagan! ¡Por Dios!, me estremezco, y es como si les suplicara que se rían de mí con 
una desesperación que es casi delirio, como Franz Moor le suplica a Daniel. Bueno, 
pero ahora al grano. 

Salvo durante los almuerzos, mis hermanos y yo veíamos muy poco a mi padre en 
el día. Seguramente estaba muy ocupado con su trabajo. Después de la cena que, 
siguiendo la vieja costumbre, se servía a las siete, todos íbamos -también mamá-al 
cuarto de trabajo de mi padre y nos sentábamos alrededor de una mesa redonda. 
Papá fumaba su pipa que acompañaba con un enorme vaso de cerveza. A menudo 
nos contaba historias extraordinarias y lo hacía, con tanto ardor que siempre se le 
apagaba la pipa, que yo debía volver a encender con un papel, lo que constituía mi 
mayor alegría. 

Pero otras veces nos daba libros con ilustraciones, se quedaba silencioso e inmóvil 
en su sillón y lanzaba grandes bocanadas de humo de modo que todos nadábamos 
en la niebla. En noches como ésa mi madre siempre estaba muy triste y no bien 

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sonaban las nueve decía: "Bueno, niños... a la cama, que viene el hombre de arena; 
¡ya estoy oyéndolo!" Y era cierto: en esos casos oía yo algo así como un ruido de 
pasos lentos y pesados que subían por la escalera; tenía que ser el hombre de arena. 
Una vez aquellos pasos me dieron miedo; entonces, mientras nos llevaba a la cama le 
pregunté: "¡Ay, mamá! ¿Quién es ese malvado hombre de arena que siempre nos 
aleja de papá? ¿Cómo es?" "No existe ningún hombre de arena, hijito", replicó mi 
madre. "Cuando digo que viene el hombre de arena eso sólo quiere decir que ha 
llegado la hora de irse a dormir porque se les cierran los ojos como si alguien les 
arrojara arena." 

La respuesta de mamá no me convenció; en mi alma infantil iba tomando forma la 
idea de que mi madre sólo negaba la existencia del hombre de arena para que 
nosotros no nos asustáramos. Yo siempre lo oía subir las escaleras. Lleno de 
curiosidad por saber algo más de ese hombre de arena y su relación con nosotros, le 
pregunté un día por él a la vieja nodriza que cuidaba a mi hermanita. 

"¡Ah, Nataniel", me respondió. "¿No lo sabes aún? Es un hombre malo que viene a 
casa de los niños cuando no quieren irse a dormir y les echa puñados de arena en los 
ojos hasta que éstos saltan llenos de sangre; entonces él los mete dentro de un bolsa y 
se los lleva a la luna para dárselos de comer a sus niñitos, que lo esperan allá en el 
nido y tienen picos corvos, como las lechuzas, con los que se devoran los ojos de los 
niños desobedientes." 

Con trazos horrendos se dibujó pues en mi alma la imagen del pavoroso hombre 
de arena. No bien lo oía subir la escalera empezaba yo a temblar de miedo y mi 
madre no podía obtener de mí más que un grito balbuceado entre lágrimas: "¡El 
hombre de arena!" Entonces yo me iba corriendo a mi cuarto y durante toda la noche 
me torturaba la espantosa imagen del hombre de arena. Con el tiempo crecí lo 
suficiente como para darme cuenta de que ese asunto del hombre de arena y su nido 
de lechuzas en la luna, como me lo había pintado la vieja nodriza, no podía ser del 
todo cierto; pero a pesar de eso el hombre de arena seguía siendo para mí un 
fantasma y me aterraba escuchar que no sólo subía la escalera sino que también 
llamaba con violencia a la puerta del estudio de mi padre y entraba en él. A veces 
dejaba de venir por largo tiempo pero luego aparecía con mayor frecuencia. Eso 
duró años y yo no podía acostumbrarme a la idea de aquel espectro monstruoso; la 
imagen del hombre de arena no perdía sus colores en mi mente. Su trato con mi 
padre comenzó a hacer trabajar más y más mi fantasía; una timidez insuperable me 
impedía preguntarle a él mismo por aquel enigma, pero el anhelo irresistible de 
descubrir el misterio por mi cuenta, de ver al fantástico hombre de arena, fue 
haciéndose más y más grande dentro de mí con los años. 

El hombre de arena me había puesto en el sendero, de lo maravilloso, de lo 
extraordinario que de por sí encuentra fácilmente su hogar en el alma infantil. Nada 
me causaba mayor placer que escuchar o leer por mi cuenta historias espeluznantes 
de duendes, brujas, gnomos, etc. Pero por encima de todos estaba siempre el hombre 
de arena, al que yo dibujaba con tiza o carbón en mesas, roperos y paredes, como 
una figura extraña y repugnante. 

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Cuando cumplí diez años mi madre me trasladó del cuarto de los niños a una 
pequeña habitación que daba al corredor, no lejos de su propio dormitorio. Desde mi 
habitación oía cómo entraba al cuarto de mi padre el hombre de arena y al rato me 
parecía que un humo de extraña fragancia se difundía por toda la casa. Junto con mi 
curiosidad iba aumentando también la osadía necesaria para hacer algo por conocer 
al hombre de arena. Muchas veces me deslizaba hasta el corredor después que 
mamá se iba, pero nunca podía espiar nada, porque el hombre de arena ya había 
entrado cuando yo llegaba al lugar desde donde podría haberlo visto. Finalmente, 
arrastrado por un impulso irresistible decidí esconderme en el cuarto mismo me di 
padre y esperar allí al hombre de arena. 

Por el mutismo de mi padre, por la tristeza de mi madre, supe una noche que el 
hombre de arena iba a venir. Con el pretexto de que estaba muy cansado abandoné 
la sala antes de las nueve y me escondí en un rincón bien cerca de la puerta. 01 que 
entraba; por el pasillo pasos lentos y pesados se dirigían hacia la escalera. Mamá 
pasó rápido con mis hermanos. Muy despacio, sin hacer ruido, abrí la puerta del 
cuarto de mi padre. Él estaba sentado como siempre, silencioso e inmóvil, de 
espaldas a la entrada; no me advirtió. Me introduje rápidamente ocultándome detrás 
de una cortina que colgaba ante un ropero abierto, ubicado al lado de la puerta, 
donde se guardaban los trajes de mi padre. Más cerca, cada vez más cerca, 
resonaban los pasos. Afuera alguien tosió y gruñó con un sonido extraño. El corazón 
me temblaba de miedo y expectativa. Cuando estuvo junto a la puerta, una pisada 
decidida, un golpe seco y la puerta que se abre con un ruido sordo. Dominando 
apenas mi terror pánico espié con toda precaución. El hombre de arena estaba de pie 
en medio del cuarto, ante mi padre; la clara luz de las lámparas iluminaba su cara. i 
El hombre de arena, el espantoso hombre de arena, es el viejo abogado Coppelius 
que a veces viene a almorzar a casa! 

Pero la persona más repugnante no me podría haber provocado un horror más 
intenso que Coppelius. Imagínate a un hombre grande, de espaldas anchas, con una 
cabezota desmesurada, el rostro amarillento, cejas grises hirsutas bajo las que se 
asoman un par de ojos verdes saltones, felinos y una nariz grande, curvada sobre el 
labio superior. Una sonrisa maligna le deforma a menudo la boca torcida y. entonces 
se le hacen dos manchas rojas en las mejillas y un sonido extraño, como un silbido, 
se le escapa por entre los dientes apretados. 

Coppelius aparecía siempre vestido con un anticuado abrigo gris ceniza, chaleco y 
pantalones del mismo tipo, medias negras y zapatos con hebillas. Una pequeña 
melena le cubría media cabeza, las orejas grandes y coloradas abultaban bajo los 
rizos almidonados, y una red amplia y cerrada le brotaba de la nuca, de modo que 
podía verse la cinta plateada con que sostenía su corbata. Todo en él era repulsivo 
pero a nosotros, como niños que éramos, nos repugnaban sobre todo sus grandes 
manos nudosas y peludas, a tal punto que no queríamos nada que previamente él 
hubiese tocado. Coppelius se había dado cuenta de eso y su entretenimiento 
consistía en tocar con cualquier pretexto el trocito de torta o la fruta que mamá nos 
ponía a escondidas en el plato, y entonces nosotros dejábamos intacta la sabrosa 
golosina porque nos daba asco. Lo mismo hacía cuando en los días de fiesta papá 

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nos servía un vasito de licor. Lo tocaba rápido o, incluso, se lo llevaba a los labios y 
reía diabólicamente cuando nosotros expresábamos nuestra indignación llorando 
bajito. Solía llamarnos las pequeñas bestias; cuando él estaba presente no podíamos 
abrir la boca y maldecíamos en silencio a ese hombre terrible y maligno que nos 
estropeaba con toda intención hasta las más pequeñas alegrías. 

Mamá parecía odiar al asqueroso Coppelius tanto como nosotros, porque no bien 
él aparecía. toda su alegría se transformaba en una seriedad triste y lúgubre. Papá lo 
trataba como a un ser superior cuyos malos modos había que soportar y a quien 
convenía mantener de buen humor a cualquier precio. Bastaba que hiciera alguna 
pequeña insinuación para que se le prepararan los platos más exquisitos y se le 
sirvieran los vinos más finos. Así, cuando vi a Coppelius mi alma se estremeció y 
comprendí que sólo él podía ser el hombre de arena; pero el hombre de arena ya no 
era aquel fantasma terrible del cuento de la nodriza, que lleva ojos de niño a su nido 
de lechuzas en la luna... No, era un monstruo más terrible, que dejaba dolor, penuria 
y destrucción sin fin por donde pasaba. 

Yo estaba como hechizado. A riesgo de ser descubierto y con la clara conciencia 
de que en ese caso sería duramente castigado, me quedé inmóvil, con la cabeza 
estirada, espiando a través de la cortina. Mi padre recibió a Coppelius con toda 
solemnidad. "¡A trabajar!", dijo éste con un graznido ronco, y se quitó el abrigo. Mi 
padre también se quitó su bata de dormir, silencioso y sombrío, y ambos se pusieron 
largos delantales negros. Yo no había podido ver de dónde los habían sacado. Mi 
padre abrió la puerta de un ropero empotrado en la pared; pero entonces comprendí 
que eso que durante tanto tiempo yo había tenido por un ropero, no era más que un 
nicho negro que guardaba un pequeño horno. Coppelius se acercó y una llama brotó 
crepitante del horno. Alrededor había todo tipo de extraños artefactos. 

Ay, Dios. Cuando mi padre se inclinaba sobre el fuego adquiría un aspecto 
totalmente distinto. Un dolor tremendo y convulsivo parecía deformar sus rasgos 
venerables y mansos convirtiéndolo en una horrenda y repugnante imagen del 
demonio. Se parecía entonces a Coppelius. Éste blandía la tenaza al rojo vivo y 
extraía con ella materiales incandescentes entre el humo espeso, que luego martillaba 
con ímpetu. Yo sentía como si todo el cuarto hubiese estado lleno de rostros 
humanos que iban haciéndose visibles; pero en lugar de ojos tenían cavidades 
horribles, negras, profundas. “¡Ojos! ¡Ojos!”1 
gritaba Coppelius con voz sorda y 
atronadora. Espantado, lancé un grito y caí al suelo desde mi escondite. Entonces 
Coppelius me agarró. "¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia!", gruñó haciendo rechinar 
los dientes, y me arrojó sobre el horno y la llama empezó a quemarme el pelo. 
"¡Ahora tendremos ojos, ojos, un lindo par de ojos de niño!" Así murmuró Coppelius 
y sacó del fuego con sus manos peludas trozos ardientes que pretendía echarme en 
los ojos. Entonces mi padre levantó sus manos implorante y exclamó: "¡Señor, Señor! 
¡Déjele los ojos a mi Nataniel, déjeselos!" Coppelius lanzó una carcajada estridente y 
gritó: "Está bien: que se quede con sus ojos y siga sufriendo con sus lecciones. Pero 
estudiemos atentamente el mecanismo de las manos y de los pies". Y diciendo esto 

Los ojos eran un elemento básico en los preparados mágicos. 

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me agarró con violencia, haciendo crujir mis articulaciones; luego me desatornilló las 
manos y los pies cambiándolos de lugar. "No van bien en cualquier parte. Mejor 
como estaban. El viejo entendía, del asunto." Así mascullaba Coppelius ; pronto a mi 
alrededor todo se puso negro y sombrío, mis nervios y mis miembros fueron presa 
de una convulsión dolorosa y perdí el sentido. 

Un aliento suave y cálido se deslizó por mi rostro cuando me desperté como de 
un sueño mortal; mamá estaba inclinada sobre mi cama. "¿Todavía está el hombre de 
arena?", balbuceé yo. "No, no, hijito, se fue hace mucho tiempo; no te hará ningún 
daño." Así me decía mi madre, mientras abrazaba y besaba a su hijito sano y salvo. 

¡Para qué cansarte con todo esto, Lotario! ¡Para qué contarte tantos detalles 
cuando queda todavía tanto por decir! Baste pues con lo dicho: Yo había sido 
descubierto y Coppelius me había maltratado. Durante semanas estuve en cama con 
una fiebre altísima provocada por la angustia y el miedo. "¿Todavía está el hombre 
de arena?" Esa fue mi primera pregunta coherente y la señal de mi salvación, de mi 
restablecimiento. 

Voy a describirte ahora el momento más angustioso de mis años de adolescencia; 
entonces podrás comprender que no es culpa de mis ojos si todo me parece 
descolorido. Por el contrario, un hado nefasto ha tendido un turbio manto de nubes 
sobre mi vida, y tal vez sólo llegaré a disiparlo con la muerte. 

Coppelius no volvió a aparecer; se dijo que había abandonado la ciudad. Un año 
debía haber pasado de todo aquello cuándo una noche, según la antigua costumbre, 
estábamos todos reunidos en torno a la mesa redonda. Mi padre estaba muy 
contento y nos contaba cosas divertidas de los viajes que había hecho en su 
juventud. Cuando dieron las nueve oímos rechinar los goznes de la puerta de 
entrada y pasos lentos y pesados comenzaron a subir la escalera. 

"Es Coppelius", dijo mi madre poniéndose pálida. "Sí, es Coppelius", repitió mi 
padre con voz quebrada, sorda. A mi madre se le llenaron los ojos de lágrimas. "Pero 
papá, papá", exclamó ella. "¿Tiene que ser así?" "Es la última vez", le replicó él, "es la 
última vez que viene a verme. Te lo prometo. Vete ahora y llévate a los niños. ¡A la 
cama! Buenas noches." 

Yo me sentí como si me hubieran encerrado dentro de una roca fría y pesada. Se 
me cortó la respiración. Me había quedado ahí de pie, inmóvil, y entonces mamá me 
tomó del brazo: "¡Vamos Nataniel, vamos!" Me dejé llevar y entré en mi cuarto. 
"Quédate tranquilo, métete en la cama y duérmete", dijo mi madre; pero embargado 
de una angustia y una agitación indescriptibles yo no pude pegar los ojos. Veía al 
odiado, al inmundo Coppelius con sus ojos centelleantes, que se burlaba de mí 
malignamente. En vano procuraba no verle. 

Debía ser medianoche cuando se escuchó un ruido espantoso, como el disparo de 
un arma. Toda la casa retumbó; oí pasos por el corredor; la puerta de entrada se 
cerró de golpe, estrepitosamente. "Es Coppelius", grité despavorido, y salté de la 
cama. Alguien lanzó un grito desgarrador y sin consuelo. Me abalancé al cuarto de 
mi padre. La puerta estaba abierta, un humo asfixiante salía del cuarto, la criada 
exclamaba: "¡Ay! ¡El señor, el señor!" 

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Junto al horno humeante, en el suelo, yacía mi padre, muerto, con el rostro 
espantosamente contraído, quemado, negro; a su alrededor mis hermanos lloraban y 
mi madre yacía desvanecida en el piso. 

"¡Coppelius, maldito demonio, tú mataste a mi padre!", exclamé, y perdí el 
sentido. 

Cuando dos días más tarde mi padre fue colocado en el ataúd, los rasgos de su 
rostro habían vuelto a adquirir aquella mansedumbre y serenidad que lo habían 
caracterizado. Me consolaba pensando que su pacto con el satánico Coppelius no 
había conseguido sumirlo en los infiernos. 

La explosión había despertado a los vecinos; se supo lo que había sucedido y la 
policía quiso citar a Coppelius como responsable del hecho. Pero éste había 
desaparecido sin dejar huellas. 

Si te digo ahora, querido Lotario, que aquel vendedor de barómetros era 
justamente el maldito Coppelius, supongo que no vas a enojarte conmigo porque 
piense que su nefasta aparición es señal de alguna tremenda desgracia. 

Estaba vestido de otro modo, pero el aspecto general y los rasgos de Coppelius 
están demasiado intensamente grabados en mi alma como para que pueda 
equivocarme. Además, ni siquiera se ha cambiado el nombre. Aquí se hace pasar por 
un óptico piamontés llamado Giuseppe Coppola. 

Estoy decidido a enfrentarlo .y vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. 

No le cuentes nada a mamá de la reaparición de este ogro inmundo. Cariños para 
mi querida y adorable Clara; le escribiré cuando esté más tranquilo. 

Saludos... 

Clara a Nataniel: 

Aunque hace mucho que no me escribes, creo que de vez en cuando te acuerdas 
de mí. Debías de estar pensando intensamente en mí cuando mandaste tu última 
carta a mi hermano Lotario, ya que pusiste en el sobre mis datos en lugar de los 
suyos. Abrí la carta muy contenta y sólo cuando llegué a ¡Ah, mi querido Lotario!, 
me di cuenta del error. No tendría que haber seguido leyendo y debí haberle dado la 
carta a mi hermano. Tantas veces me dijiste bromeando que yo tenía un 
temperamento tan reposado y femenino que si la casa amenazara derrumbarse antes 
de huir seguramente yo trataría de alisar alguna arruguita en la cortina de la 
ventana. No obstante, puedo asegurarte que el comienzo de tu carta me conmovió 
profundamente. Apenas podía respirar; todo me daba vueltas ante los ojos. ¡Ay, 
querido Nataniel! ¿Qué podía ser eso tan terrible que había penetrado en tu vida? La 
idea de una separación, de no volver a verte, se clavó en mi corazón como un puñal 
ardiente. ¡Seguí leyendo y leyendo! Tu descripción del horrible Coppelius es 
aterradora. Recién ahora me entero de qué modo espantoso y violento murió tu 
padre. Mi hermano Lotario, a quien le di después tu carta, procuró tranquilizarme 
pero no lo consiguió. El fatídico vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me 
seguía a todas partes y casi me da vergüenza confesar que consiguió perturbar mi 

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sueño, siempre tan sereno, con increíbles pesadillas. Pero ya al día siguiente todo se 
me presentó muy de otra manera. No te enojes conmigo, querido Nataniel, si Lotario 
te dice que a pesar de tu extraño presentimiento de que Coppelius trama algo malo 
contra ti, yo sigo tan contenta y despreocupada como siempre. 

Voy a confesarte algo: creo que todo lo espantoso .y terrible de que hablas sólo 
sucedió en tu interior, y que el mundo exterior, el mundo real, poco tuvo que ver en 
todo eso. No pongo en duda que el viejo Coppelius debe haber sido repugnante, 
pero el hecho de que odiara a los niños provocó en ustedes un verdadero horror 
hacia él. Era natural que en tu alma infantil se relacionaran el horrendo hombre de 
arena del cuento de la nodriza con el viejo Coppelius que siguió siendo para ti 
-aunque ya no creyeras en el hombre de arena-un fantasma monstruoso que 
amenazaba a los niños. La ocupación nocturna de tu padre era seguramente la 
alquimia; tal vez ambos hacían experimentos en los que tu madre no podía estar de 
acuerdo porque posiblemente se iba en ello mucho dinero-; y además -como parece 
ser el caso con estos experimentadores-el espíritu de tu padre, arrastrado por ese 
impulso engañoso hacía una sabiduría suprema, se aislaba del resto de la familia. 
Seguramente tu padre provocó él mismo su muerte por un descuido y Coppelius no 
debió tener la culpa de ello. Créeme; ayer le he preguntado a un farmacéutico 
vecino, de mucha experiencia, si es posible que efectuando, pruebas alquímicas 
pueda provocarse repentinamente una explosión mortal. "Claro que sí", me dijo, y 
me describió minuciosamente cómo puede llegar a suceder algo así pronunciando 
un montón de palabras extrañas que no he logrado retener. 

Y ahora, seguramente, vas a enojarte con tu Clara y vas a decir: "En ese espíritu 
frío no penetra ni un solo rayo del misterio que tantas veces captura a los seres 
humanos con brazos invisibles; ella sólo ve la variada superficie del mundo y se 
alegra como una niña ante la fruta madura y dorada que alberga un veneno mortal 
en su interior". 

¡Ay, mi querido Nataniel! ¿No crees acaso que también en los espíritus alegres, 
despreocupados y cándidos puede habitar el presentimiento de que existe una 
potencia oscura que trata por todos los medios de destruirnos dentro de nosotros 
mismos? 

Perdóname si como una muchacha ingenua me atrevo a insinuarte de algún modo 
lo que verdaderamente pienso respecto de esa lucha que se libra en nuestro interior. 
Seguro que al final no encontraré las palabras adecuadas y entonces vas a burlarte de 
mí, no porque lo que piense sea tonto, sino porque soy tan torpe para expresarlo. 

Si existe una oscura potencia que tiende maliciosa y traidora un hilo en nuestro 
interior para apresarnos y arrastrarnos por el peligroso camino de la destrucción 
(que de no ser así jamas habríamos emprendido), si en verdad existe una fuerza 
como ésa, tiene que formarse a nuestra imagen y semejanza, convertirse en nosotros 
mismos; porque solamente de esa manera creeremos en ella y le daremos el lugar 
que necesita para llevar a cabo su obra oculta. Si tenemos un sentido resistente, 
fortalecido a la largo de una vida serena, que nos permite reconocer toda acción 
extraña y maligna como tal y seguir con paso calmo el camino por el que nos lleva 
nuestra vocación, entonces aquella fuerza monstruosa sucumbe en su lucha inútil 

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por configurarse para llegar a ser nuestro propio reflejo. "También es seguro", añade 
Lotario entonces, "que la oscura fuerza física, si nosotros mismos nos entregamos a 
ella, arrastra hacia nuestro interior a seres extraños que el mundo exterior nos pone 
en el camino. Así, somos nosotros mismos los que provocamos la idea que 
engañosamente creemos que se expresa en ese ser. Es el fantasma de nuestro propio 
yo el que con su íntima afinidad y profunda influencia sobre nuestra alma nos sume 
en el infierno o nos lleva al cielo." Te habrás dado cuenta, querido Nataniel, que 
Lotario y yo hemos hablado bastante sobre este tema de las potencias ocultas que 
ahora, después de haber escrito no sin esfuerzo lo fundamental, me parece bastante 
profundo. No entiendo bien estas últimas palabras de Lotario. Intuyo lo que quiere 
decir; sin embargo, siento que tiene razón. Espero que te saques totalmente de la 
cabeza al horrible abogado Coppellus y al vendedor de barómetros Giuseppe 
Coppola. Ten la seguridad de que esos extraños personajes no pueden hacer nada 
contra ti; sólo la creencia en su poder maligno puede hacértelos realmente hostiles. 

Si no brotara de cada renglón de tu carta la más profunda agitación espiritual, si 
no me doliera en lo hondo del alma tu situación, hasta podría bromear sobre el 
abogado de arena y vendedor de barómetros Coppelius. ¡Arriba ese ánimo! Me he 
propuesto ser para ti como un ángel de la guarda y espantar al horrible Coppola a 
carcajadas si se le ocurre perturbar tus sueños. No le tengo ningún miedo a él ni a 
sus manos inmundas, ¡no me va a echar a perder una golosina como abogado, ni me 
va a dañar los ojos como hombre de arena! 

Bueno, mi adorado Nataniel... 

Nataniel a Lotario: 

Realmente me desagradó mucho que Clara abriera la carta dirigida a ti, por un 
descuido mío, y la leyera. Me escribió una carta muy sensata y filosófica, donde me 
prueba minuciosamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y son 
fantasmas de mi yo que desaparecerán apenas yo los reconozca como tales. 

En realidad uno no tendría que creer que el espíritu que a menudo brota de 
aquellos ojos claros y sonrientes romo un delicioso sueño, pudiera ser tan razonable 
y reflexionar con tanta precisión. Cita también palabras tuyas. Ustedes dos hablaron 
de mí. Seguramente le habrás dado clases de lógica para que pudiera hacer tan 
sutiles distinciones. ¡Acaba con eso! Además, seguramente es cierto que el vendedor 
de barómetros Giuseppe Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto ahora a 
las clases de un profesor de física recién llegado; su nombre es Spallanzani2 
como 
aquel conocido naturalista, y es de origen italiano. Conoce a Coppola desde hace 
años, y bien se ve por su pronunciación que es piamontés. Coppelius era alemán, 
pero creo que no puro. De todos modos, no estoy demasiado tranquilo. Clara y tú 
podrán pensar que soy un loco que ve visiones sombrías, pero no consigo borrar la 
impresión que provoca en mí el fatídico semblante de Coppelius. Me alegro de que 

Lazzaro Spallanzani era un conocido naturalista de amplios conocimientos nacido en 
Módena (1729-1799). 

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se haya ido de la ciudad, como me ha dicho Spallanzani. Este profesor es un tipo 
increíble. Un hombrecito gordo, el rostro de huesos prominentes, nariz fina, labios 
abultados y pequeños ojitos saltones. Pero mejor que en cualquier descripción 
podrás verlo en el Cagliostro que hizo Chadowiecki en un almanaque berlinés de 
bolsillo3. Spallanzani es exactamente su réplica. 

El otro día, mientras subía la escalera, vi que la cortina que tapa la puerta de 
vidrio estaba un poquito corrida y dejaba una rendija libre. No sé cómo, acaso por 
simple curiosidad, se me ocurrió echar un vistazo. Una mujer alta y muy delgada 
estaba sentada en el cuarto ante una mesita con los brazos apoyados y las manos 
plegadas. Como estaba mirando hacia la puerta, pude ver su rostro de belleza 
angelical. Parecía no verme, sus ojos estaban inmóviles, como si no fuese capaz de 
ver. Me pareció que dormía con los ojos abiertos. Sentí algo extraño y me deslicé 
hasta el Auditorio que está al lado sin hacer ruido. Más tarde me enteré de que 
aquella mujer era Olimpia, la hija de Spallanzani, a la que tiene encerrada de tal 
modo que ningún hombre puede acercarse a ella. En definitiva, algo raro le pasa: 
quizás sea tonta o... 

No sé por qué te escribo todo esto. Mejor y con más detalles te lo habría podido 
contar personalmente, porque dentro de catorce días estaré con ustedes. Quiero ver a 
Clara, a mi dulce ángel. Entonces habrá desaparecido el disgusto que, debo 
confesártelo, me provocó aquella carta fatal y tan razonable. Por eso tampoco le 
escribo hoy. Saludos... 

Nada más singular ni extraordinario podría imaginarse que lo sucedido a mi 
pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que he decidido contarte, querido 
lector. 

¿Alguna vez te ha pasado algo que colmara de tal modo tu pecho, tu mente, tus 
pensamientos, desalojando cualquier otra cosa de allí? Se agitaba y bullía en tu 
interior, la sangre hervía en las venas y hacía más intenso el color de tus mejillas. 
Mirabas de una manera extraña, como queriendo captar imágenes invisibles para los 
demás en el espacio, vacío, .y las palabras se te deshacían en oscuros sollozos. Los 
amigos te preguntaban: "¿Qué le sucede, querido? ¿Qué tiene usted?" Y tú querías 
expresar entonces esa imagen de tu interior con los colores más vívidos, con luces y 
sombras, y te agotabas buscando las palabras para comenzar. Sentías que ya con la 
primera palabra debías captar acertadamente todo lo maravilloso, lo magnífico, lo 
terrible, lo alegre y lo estremecedor de modo que impresionara a todos como una 
descarga eléctrica. Pero cada una de las palabras y todas las posibilidades del 
lenguaje te parecían descoloridas, frías, muertas. Buscas y buscas, balbuceas, dudas y 
las preguntas superficiales de los amigos golpean como heladas ráfagas de viento 
contra el fuego que arde en tu pecho hasta que lo apagan. Pero si hubieras logrado 
trazar, como un pintor osado, con unas pocas líneas precisas el contorno de esa 
imagen interior, después habrías podido pintarlo fácilmente con colores más y más 


El retrato de Cagliostro, de Chodowiecki, apareció en el "Berliner genealogischen 
Kalender auf dar Jahr 1789" (Almanaque genealógico berlinés para el año 1789). 

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brillantes, y el movimiento de tantas figuras habría arrebatado a tus amigos que, lo 
mismo que tú, se habrían reconocido claramente dentro de aquel cuadro brotado de 
tu alma. 

A mí, querido lector, debo confesarlo, nadie me ha pedido que cuente la historia 
del joven Nataniel. Pero tú sabes bien que yo pertenezco a la extraña raza de los 
autores, que si tienen en su interior alguna cosa como la que acabo de describirte, 
sienten que todo el que se les acerca, el mundo entero, les preguntará: "¿Qué ha 
sucedido? ¡Cuente, cuente, por favor!" Así pues, me siento impulsado a hablarte de 
la vida funesta de Nataniel. Lo fantástico, lo singular que alienta en ella colmaba mi 
alma; pero justamente por eso, querido lector, y porque de entrada tuve que 
obligarte a soportar lo extraordinario -¡y no es poca cosa!-, he procurado comenzar la 
historia de Nataniel de manera original, conmovedora, significativa. Había una vez 
... El comienzo más hermoso para cualquier cuento, habría resultado demasiado 
sereno. En la pequeña ciudad de S. vivía... Eso ya habría estado algo mejor, por lo 
menos habría servido como preparación para el clímax. También podría haber 
comenzado in media res: 

—¡Váyase usted al demonio! —exclamó con odio y terror en la mirada salvaje el. 
estudiante Nataniel, cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola. 

—A decir verdad, eso ya lo había escrito cuando creí percibir en la mirada salvaje 
del estudiante Nataniel algo cómico; pero la historia no es nada graciosa. No se me 
ocurría nada que pareciera reflejar en lo más mínimo algo del matiz que tenía 
aquella imagen interior. Entonces decidí no empezar de ninguna manera. 

Acepta, querido lector, las tres cartas que gentilmente me ofreció el amigo Lotario, 
cómo si se tratara del contorno de un dibujo que ahora, al continuar con el relato, 
procuraré ir coloreando más y más. Quizá logre captar alguna que otra figura, como 
haría un buen retratista; acaso entonces pretendas conocerla, aunque nunca hayas 
visto el original. Sí, como si creyeras haber visto ya muchas veces a la persona con 
tus propios ojos. Es posible que entonces comprendas, querido lector, que nada es 
más singular y extraordinario que la vida real, y que el poeta sólo puede captarla 
como su oscuro reflejo sobre un espejo opaco. 

Para que te resulte más claro lo que es necesario saber desde un principio, 
conviene que conozcas aquellas cartas que al poco tiempo de morir el padre de 
Nataniel, Clara y Lotario —hijos de un pariente lejano que también había muerto 
dejándolos huérfanos— quedaron al cuidado de la madre de Nataniel. Clara y 
Nataniel sentían una profunda inclinación el uno por el otro, a la que nadie podía 
oponerse; así pues estaban de novios cuando Nataniel abandonó su ciudad natal 
para continuar sus estudios en G... Allí es donde se encuentra cuando escribe su 
última carta, y asiste a las clases del famoso profesor de física Spallanzani. 

Ahora podría continuar sin inconvenientes con el relato; pero en este preciso 
momento la imagen de Clara se me aparece tan vívida ante los ojos, que no puedo 
apartar de ella mi mirada, como sucedía cada vez que posaba en mí sus ojos 
angelicales. 

De ningún modo podría decirse que Clara fuese linda; ésa era la opinión de 
quienes por su profesión saben algo de belleza. Sin embargo, los arquitectos 

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alababan las puras proporciones de su cuerpo; los pintores consideraban que la 
nuca, la espalda y el cuello eran casi excesivamente castos, pero se enamoraban de su 
maravilloso cabello de Magdalena y desvariaban acerca de su colorido battoniano4 
Uno de ellos, un verdadero soñador, comparó los ojos de Clara con un lago de 
Ruisdael en el que se reflejan el azul puro de un cielo sin nubes, bosques, flores y 
toda la vida variada y alegre de la campiña. Los poetas y artistas se aventuraban aún 
más y decían: "¡Ni lagos ni espejos!... ¿Acaso podemos contemplar a la muchacha sin 
que nos salgan al encuentro maravillosas melodías y cánticos celestiales que 
penetran en nuestro ser despertando y conmoviéndolo todo? Y si ante su presencia 
no cantamos algo realmente bueno, es porque en verdad no valemos mucho, juicio 
que también podemos leer en la sonrisa delicada que se desliza sobre los labios de 
Clara cuando nos disponemos a entonar algo que procura parecerse a una canción, 
aunque sólo sea una mezcla. de sonidos aislados y confusos". Y así era. Clara tenía la 
fantasía despierta de una criatura cándida y alegre, un espíritu profundo y 
delicadamente femenino y una inteligencia clara y aguda. Los charlatanes no lo 
pasaban bien con ella, porque sin muchas palabras —como convenía a su naturaleza 
silenciosa—, su mirada y su delicada sonrisa les decía: "¡Queridos amigos! ¡Cómo se 
les ocurre pedirme que considere aquellas sombras elusivas como verdaderas formas 
animadas de vida y movimiento propio!" 

Por eso muchos decían que Clara era fría, insensible y prosaica; pero otros, que 
comprendían la vida en su profundidad transparente, amaban con devoción a esa 
muchacha infantil, sensible y sensata. Pero nadie tanto como Nataniel, que 
incursionaba con éxito en las ciencias y las artes. Clara lo quería profundamente. Las 
primeras sombras que cruzaron por su vida fueron provocadas por su alejamiento 
de la ciudad natal. Con inmensa alegría arrojó en sus brazos cuando por fin, tal como 
le había prometido a Lotario en su última carta, regresó a la ciudad y entró al cuarto 
de su madre. Sucedió tal como Nataniel lo había imaginado: cuando volvió a ver a 
Clara, ya no se acordó más del abogado Coppelius ni de aquella carta demasiado 
razonable: todo su descontento había desaparecido. 

Y sin embargo Nataniel tenía razón cuando le escribió a su amigo Lotario que la 
figura del repulsivo vendedor de barómetros Coppola había penetrado en su vida 
como un elemento hostil. Todos lo sintieron así, porque ya desde el primer día 
percibieron que Nataniel había cambiado radicalmente. Se sumía en lúgubres 
ensoñaciones, y pronto empezó a actuar de un modo desacostumbrado en él. La vida 
entera se le había vuelto sueño y presagio; constantemente hablaba de cómo todos 
los hombres servían sin saberlo al fatídico juego de las fuerzas oscuras; en vano el 
hombre procuraba oponerse; convenía aceptar humildemente lo que el destino había 
decidido. Llegó incluso a afirmar que pretender que tanto en el arte como en la 
ciencia era uno el que creaba a voluntad, era absurdo; porque el entusiasmo —único 
estado anímico en el que es posible crear, decía— no procede de nuestro interior, 
sino de la acción que ejerce sobre nosotros algún principio superior y externo. 

Se alude aquí a la Magdalena Arrepentida de Pompeo Battoni (1708-1787), el pintor 
italiano más famoso del siglo XVIII. El cuadro se halla en el Museo de Dresde. 

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A Clara, tan sensata, toda esta charlatanería mística le desagradaba 
profundamente, pero parecía inútil tratar de refutarla. Pero cuando Nataniel afirmó 
que Coppelius era el principio del mal que lo había capturado cuando espiaba detrás 
de la cortina, y que ese demonio destrozaría su felicidad de manera espantosa, Clara 
se puso seria y le dijo: "¡Sí, Nataniel! Tienes razón: Coppelius es un principio 
maligno y hostil y puede actuar como una fuerza diabólica y nefasta en tu vida, pero 
sólo lo hará en tanto no lo expulses de tu mente y de tus pensamientos. Mientras 
creas en él, él seguirá existiendo y actuando; sólo tu creencia en él es su poder". 

Nataniel, furioso porque Clara limitaba la existencia del demonio a su propio 
interior, quiso apelar entonces a las doctrinas místicas de fuerzas malignas y 
demoníacas, pero Clara lo interrumpió malhumorada con alguna frase sin 
importancia, que lo disgustó bastante. 

Nataniel, por su parte, pensaba que misterios tan profundos no se les revelan a 
espíritus fríos e insensibles, sin ser consciente de que contaba a Clara entre esas 
naturalezas inferiores. Y por eso no cedía en sus intentos de iniciarla en tales 
misterios. Temprano, mientras Clara ayudaba a preparar el desayuno, se paraba a su 
lado y le leía todo tipo de libros místicos, hasta que ella le decía en tono de súplica: 

—"Pero, querido Nataniel, ¿y qué si te digo que eres tú el principio maligno que 
actúa sobre mi café? Porque si yo tengo que dejar todo para mirarte a los ojos 
mientras lees, como pretendes, el café hervirá y ninguno podrá tomar su desayuno`. 
Entonces Nataniel cerraba el libro violentamente y se iba furioso a su cuarto. 

En otras épocas, solía escribir cuentos agradables y animados que Clara escuchaba 
con íntimo placer; pero ahora sus obras eran lúgubres, incomprensibles, amorfas, de 
modo que aunque Clara no decía nada, él sentía que no la conmovían en absoluto. 
Nada había para Clara tan espantoso como lo aburrido; con miradas y palabras 
expresaba entonces su irreprimible cansancio espiritual. 

Las obras que escribía Nataniel eran verdaderamente tediosas. Su desagrado ante 
el espíritu frío y prosaico de Clara iba en aumento. Clara tampoco lograba superar 
su disgusto ante aquella mística oscura, lúgubre y cansador de Nataniel. De ese 
modo, sin darse cuenta, ambos fueron separándose interiormente cada vez más. 

El mismo Nataniel tuvo que confesar que la figura del horrendo Coppelius haba 
empalidecido en su fantasía, y muchas veces le costaba trabajo darle un colorido 
vivo en sus obras, donde aparecía siempre como un ogro fatídico y terrible. 
Finalmente, se le ocurrió componer un poema, cuyo argumento contendría aquel 
oscuro presentimiento de que Coppelius destruiría su felicidad. Se representó a sí 
mismo y a Clara ligados por un amor intenso; pero con frecuencia ocurría como si 
una mano negra se metiera en sus vidas y arrancara de allí alguna alegría. Cuando 
por fin se hallan ante el altar, aparece el espeluznante Coppelius y toca con sus 
manos los delicados ojos de Clara; éstos saltan de sus órbitas y se clavan en el pecho 
de Nataniel como chispas de sangre y fuego; Coppelius lo arroja dentro de un 
círculo de fuego que gira con la velocidad del rayo y lo arrebata entre silbidos. Se 
escucha un estrépito, como si un huracán azotara enfurecido las espumantes olas del 
mar que se alzan como negros gigantes de cabezas blancas, en una lucha feroz. Pero 
a través de ese bramido salvaje, él oye la voz de Clara que le dice: "¿Acaso no puedes 

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verme? Coppelius te ha engañado; no eran mis ojos los que te quemaban el pecho; 
eran gotas ardientes de sangre de tu propio corazón. ¡Yo tengo mis ojos, mírame!" 
Nataniel piensa "Es Clara, y le pertenezco para siempre". Sucede entonces como si 
ésa idea se introdujera violentamente dentro del circulo de fuego y lo hiciera 
detenerse; en el abismo negro el estrépito se ensordece hasta callar. Nataniel mira los 
ojos de Clara; pero es la muerte quien lo mira sonriendo desde aquellos ojos. 

Mientras estuvo ocupado con el poema, Nataniel se mostró muy reflexivo y 
sensato; pulía cada verso, y constreñido por el ritmo, no descansó hasta dejarlo 
perfecto. Pero cuando estuvo concluido, lo leyó en voz alta para escucharlo. Al 
terminar, una angustia y un terror desmesurados se apoderaron de él, y gritó: `¿De 
quién es esa voz pavorosa?" Pero al momento volvió a parecerle un poema muy 
logrado, que conmovería el alma helada de Clara, aunque no sabía muy bien para 
qué tenia que conmoverla y qué sentido tenía atemorizarla con aquellas imágenes 
espantosas que hablaban de un destino tremendo que destruiría el amor de ambos. 

Los dos, Clara b, Nataniel, estaban un día sentados en el pequeño jardín de la casa 
materna. Clara estaba muy contenta, porque desde hacía tres días el tiempo durante 
el cual estuvo escribiendo su poema. Nataniel no la torturaba más con sus sueños y 
presentimientos. También él hablaba entusiasmado de cosas alegres, como en los 
viejos tiempos, y entonces Clara le dijo: "Recién ahora vuelvo a tenerte del todo. 
Hemos ahuyentado al horrible Coppelius". Pero entonces Nataniel recordó que tenía 
en su bolsillo el poema que había pensado leerle. Ordenó las hojas, y comenzó; 
Clara, sospechando que se trataba de algo tedioso, como de costumbre, y 
resignándose a ello, se puso a tejer tranquilamente. Pero al ver que el cielo se 
ensombrecía más y más, dejó caer la media que estaba tejiendo y clavó su mirada en 
los ojos de Nataniel. Éste seguía leyendo, emocionado; el fervor teñía de púrpura sus 
mejillas y brotaban lágrimas de sus ojos. Cuando por fin terminó, dio un suspiro, 
interiormente agotado, luego tomó la mano de Clara y sollozó como abandonado a 
un dolor sin consuelo: "¡Ay, Clara, Clara!" Clara lo abrazó tiernamente contra su 
pecho y le dijo en voz baja, pero seria y con lentitud: "Nataniel, mi adorado Nataniel. 
Arroja ese extraño, absurdo y espantoso poema al fuego". Nataniel se levantó 
entonces enfurecido y empujando a Clara de su lado le gritó: "¡Maldita autómata sin 
vida!" Y se fue corriendo mientras Clara lloraba amargamente y repetía: "¡Ay, nunca 
me quiso, porque nunca me ha comprendido!" 

En ese momento Lotario entró al pequeño pabellón y Clara no tuvo más remedio 
que contarle lo sucedido; él amaba a su hermana con toda el alma, cada una de sus 
palabras penetró en su interior como una brasa ardiente, y la mala disposición que 
durante mucho tiempo albergara en su corazón hacia Nataniel y sus fantasías, se 
convirtió en ira desatada. Corrió hasta donde aquél estaba y le reprochó duramente 
su absurda conducta. Enfurecido, Nataniel le respondió en los mismos términos. Al 
insulto de fatuo, fantasioso y loco le respondió otro de aquél, llamándolo miserable y 
mediocre. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente en los 
fondos del jardín, según las. costumbres académicas del lugar, con floretes 
aguzados. 

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Ambos andaban silenciosos y sombríos. Clara había escuchado la discusión y vio 
al profesor de esgrima cuando traía los floretes. Intuyó lo que iba a suceder. 
Llegados al sitio del duelo, Lotario y Nataniel, mudos e igualmente sombríos, se 
quitaron las capas: con los ánimos agresivos y sedientos de sangre se disponían a 
pelear cuando Clara se precipitó corriendo. Entre sollozos exclamó: "¡Salvajes, 
malvados! ¡Mátenme a mí antes de matarse entre ustedes! ¿Cómo podré seguir 
viviendo en este mundo luego que mi amado haya matado a mi hermano o mi 
hermano a mi amado?" Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos: también en el 
interior destrozado de Nataniel volvió a encenderse aquel amor apasionado que 
había sentido por Clara en los días más hermosos de la maravillosa juventud. 
Cuando el arma asesina cayó de su mano, se arrojó a los pies de Clara. "¿Podrás 
perdonarme alguna vez, mi única, mi adorada Clara? ¿Podrás perdonarme también 
tú, mi querido Lotario T' Éste se conmovió ante el intenso dolor de su amigo, y los 
tres se abrazaron reconciliados, entre lágrimas, jurando no separarse nunca y amarse 
eternamente. 

Nataniel se sintió libre de la pesada carga que hasta entonces lo había agobiado, 
como si hubiese conseguido salvar su ser amenazado de destrucción oponiéndose a 
las fuerzas oscuras. Tres días permaneció junto a sus amados y luego regresó a G., 
donde debía permanecer un año más antes de retornar definitivamente a su ciudad 
natal. 

A la madre se le ocultó todo lo relacionado con Coppelius, porque se sabía que no 
podía acordarse de él sir horror. También ella lo creía culpable de la muerte de su 
esposo. 

Cuál no habrá sido la sorpresa de Nataniel cuando a regresar a G. comprobó que 
la casa donde vivía había sido destruida por el fuego. Del montón de cenizas sólo 
quedaban en pie las paredes medianeras. A pesar de que el fuego se había iniciado 
en el laboratorio del farmacéutico que vivía en la planta baja, y por lo tanto la casa se 
había quemado desde abajo hacia arriba, los arriesgados y ágiles amigos de Nataniel 
habían conseguido entrar todavía a tiempo a su cuarto en el piso superior y rescatar 
libros, manuscritos e instrumentos. Habían llevado todo intacto, a otra casa donde 
tomaron una habitación a la que Nataniel se mudó de inmediato. Sin extrañeza 
observó que viviría justo frente a la casa del profesor Spallanzani ; tampoco le 
pareció raro que desde su ventana pudiera ver directamente el cuarto donde a 
menudo solía estar Olimpia, de modo que podía observar claramente su figura 
aunque no pudiera distinguir bien los rasgos de su rostro. Sí le llamó la atención el 
hecho de que Olimpia permaneciera durante horas en la misma posición en que él la 
había visto un día a través de la puerta de vidrio: sentada frente a una pequeña 
mesa, sin hacer nada, y además, mirándolo tan fijamente. También debió confesarse 
que nunca había visto una criatura tan bella; sin embargo, profundamente 
enamorado de Clara, la rígida Olimpia le era por completo indiferente, y sólo de vez 
en cuando levantaba sus ojos del compendio y echaba una rápida mirada a la bella 
estatua; eso era todo. 

Estaba un día escribiéndole a Clara cuando sintió que alguien llamaba 
suavemente a su puerta; a su señal, ésta se abrió y apareció la cara repulsiva de 

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Coppola. Nataniel sufrió una sacudida. Recordando lo que Spallanzani le había 
dicho sobre su compatriota Coppola y también lo que le había prometido y jurado a 
Clara respecto del hombre de arena Coppelius, él mismo sintió vergüenza de su 
terror infantil; consiguió dominarse y le dijo con la mayor tranquilidad que le fue 
posible: "No voy a comprarle ningún barómetro, amigo, así que váyase, por favor". 
Pero entonces Coppola se metió en el cuarto y dijo con voz chillona mientras la 
enorme boca se le deformaba en una horrible sonrisa y los ojitos le centelleaban 
saltones debajo de las largas pestañas grises: "¡Ah, no, barómetro no, no barómetro! 
¡Tengo lindos ojos, lindos ojos!" Aterrado, Nataniel le gritó: "¡Cómo puedes tener 
ojos, ojos, ojos! ¡Estás loco!" Pero en ese mismo instante, Coppola apartó los 
barómetros, metió la mano en las faltriqueras y empezó a sacar anteojos y más 
anteojos que iba poniendo sobre la mesa. "Anteojo, anteojo para encima de la nariz; 
eso son mis ojos ... ¡lindos ojos!" Y seguía sacando más y más anteojos, de modo que 
toda la mesa empezó a brillar y lanzar extraños destellos. Mil ojos miraban y se 
contraían convulsivamente y se clavaban en Nataniel, pero él no podía apartar la 
mirada de la mesa, y Coppola seguía poniendo anteojos, y cada vez eran más 
salvajes las miradas llameantes que se mezclaban y disparaban sus rayos rojos como 
sangre contra el pecho de Nataniel. Aterrado gritó entonces: "¡Basta, basta, hombre 
espantoso!" Había tomado del brazo a Coppola, que en ese momento metía la mano 
en el bolsillo para sacar más anteojos. 

"¡Ah! Nada para usted, pero aquí lindos prismáticos." Con estas palabras y una 
carcajada penetrante, juntó todos los anteojos, los guardó y sacó de otro bolsillo de 
su capa una cantidad de largavistas de distintos tamaños. No bien desaparecieron 
los anteojos, Nataniel se tranquilizó, y pensando en Clara, comprendió que aquel 
espectro terrible sólo había surgido de su propio interior, y también que Coppola era 
un óptico honorable que no podía ser de ninguna manera el doble maldito y el 
espíritu resucitado de Coppelius. Además, todos los prismáticos que Coppola había 
puesto sobre la mesa no tenían nada de extraordinario, o por lo menos no eran 
tétricos como los anteojos, y para quedar bien, Nataniel decidió comprarle algo a 
Coppola. Tomó entonces un par de prismáticos de bolsillo, pequeños y muy bien 
terminados, y para probarlos, miró con ellos por la ventana. Nunca en su vida había 
visto una lente que acercara los objetos a los ojos con tanta pureza y claridad. 
Involuntariamente miró hacia la habitación de Spallanzani; Olimpia estaba sentada 
frente a la mesita, como siempre, con los brazos apoyados y las manos plegadas. 

Ahora sí pudo contemplar Nataniel el bellísimo rostro de Olimpia. Sólo los ojos le 
parecieron muy raros, extrañamente inmóviles y muertos. Pero a medida que iba 
fijando más y más la vista en ella, parecía como si en los ojos de Olimpia despertaran 
húmedos rayos de luna. Era como si recién en ese momento se hubiese encendido su 
mirada, que brillaba cada vez con mayor intensidad. Nataniel estaba como 
hechizado ante la ventana mirando sin pausa a la celestial Olimpia. Un carraspeo lo 
despertó de su profundo sueño. Coppola estaba de pie detrás de él. 

"Trezechini" (tres ducados), le dijo. Nataniel se había olvidado completamente del 
vendedor de anteojos. Pagó inmediatamente lo pedido. "¿No cierto? Linda lente, 

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linda lente", dijo Coppola con su desagradable voz aguda y su risa maligna. "Sí, si, 
sí", le respondió Nataniel del mal modo. "Adiós amigo" 

Coppola abandonó el cuarto no sin lanzar a Nataniel unas cuantas miradas de 
soslayo. Éste lo oyó reírse a carcajadas en la escalera. "Bueno", pensó Nataniel, "se 
estará riendo de mí porque seguramente pagué demasiado caro este pequeño par de 
prismáticos, demasiado caro." Mientras se decía estas palabras en voz muy baja, fue 
como si un profundo suspiro de muerte resonara pavorosamente en la habitación; el 
miedo le cortó la respiración. Pero era él mismo quien había suspirado así; no le 
cabía la menor duda. 

"Clara tiene razón", se dijo, "al pensar que soy un absurdo visionario, pero de 
todos modos es extraño, sí, es muy extraño que la tonta idea de haber pagado a 
Coppola un precio demasiado alto por los prismáticos, pueda atemorizarme tanto; 
no comprendo por qué." 

A continuación se sentó para terminar de escribirle a Clara, pero al mirar por la 
ventana observó que Olimpia seguía allí sentada, e instantáneamente, como atraído 
por una fuerza irresistible, se levantó, tomó los prismáticos de Coppola y no pudo 
dejar de mirar a la seductora Olimpia, hasta que su compañero y amigo Sigmundo lo 
llamó para ir a la clase del profesor Spallanzani. 

La cortina ante la puerta del cuarto funesto estaba bien cerrada; no pudo ver a 
Olimpia allí, y tampoco pudo descubrirla en su cuarto durante los dos días 
subsiguientes, a pesar de que apenas abandonaba la ventana y miraba a toda hora 
con los prismáticos de Coppola. Al tercer día corrieron la cortina sobre esa ventana. 

Desesperado e impulsado por un anhelo, por un deseó vehemente, corrió hasta el 
portón. La figura de Olimpia se mecía ante él cortando el aire, luego se asomaba 
entre los arbustos y lo miraba con grandes ojos brillantes desde las claras aguas del 
estanque. 

La imagen de Clara había desaparecido por completo, y no pensaba sino en 
Olimpia, y se lamentaba en voz alta 

"¡Oh! ¡Tú, mi hermosa estrella de amor! ¿Te has encendido ante mis ojos sólo para 
volver a ocultarte enseguida abandonándome a la noche oscura y sin esperanzas?" 

Ya estaba por regresar a su cuarto, cuando observó que en la casa de Spallanzani 
se producía un gran alboroto. Las puertas estaban abiertas y todo tipo de aparatos 
eran introducidos en la casa; también las ventanas del primer piso estaban abiertas 
de par en par; activas criadas barrían y limpiaban con inmensos escobillones, y se oía 
el martillar de carpinteros y tapiceros. 

Nataniel se detuvo en medio de la calle, totalmente sorprendido; entonces se le 
acercó Sigmundo riendo y le dijo: "Bueno ¿qué me dices de nuestro viejo 
Spallanzani?" Nataniel le aseguró que no podía decir nada, porque nada sabía del 
profesor; por el contrario, veía con gran asombro la singular actividad que se 
desplegaba de repente en aquella casa silenciosa y lúgubre. Se enteró entonces por 
Sigmundo de que Spallanzani iba a dar una gran fiesta al día siguiente con concierto 
y baile y que media universidad estaba invitada. Se decía que Spallanzani 
presentaría por primera vez a su hija Olimpia, a la que durante mucho tiempo había 
mantenido oculta, temeroso de cualquier mirada humana. 

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Nataniel halló una invitación y con el corazón palpitante se dirigió a casa del 
profesor a la hora indicada, cuando ya se oía el ruido de los carruajes y en los 
salones brillaban las luces encendidas. Los invitados eran muchos, y la concurrencia, 
brillante. Olimpia apareció luciendo un delicado vestido de muy buen gusto. Su 
rostro de rasgos suaves y su armoniosa figura causaron admiración. La espalda algo 
curvada y su talle delgado, parecían modelados por un corsé que la mantenía 
excesivamente erguida. Su postura y su andar tenían cierta rigidez que a algunos les 
resultó desagradable; se dijo que debía ser a causa de los nervios que esa situación le 
provocaba. 

Comenzó el concierto. Olimpia ejecutó el piano con gran destreza, y cantó una 
aria de bravura con voz clara y cristalina, casi cortante. Nataniel estaba como 
hechizado; de pie en la última fila no podía distinguir claramente los rasgos de 
Olimpia a la luz deslumbrante de las velas. Sin que nadie lo notara, tomó entonces 
los prismáticos de Coppola y los dirigió hacia su adorada Olimpia. ¡Ah! Entonces 
comprobó que ella lo estaba mirando, y que cada tono se modulaba claramente en 
aquella mirada de amor que le quemaba el alma. Las partes más exquisitas le 
parecían a Nataniel celestiales exclamaciones de júbilo de un alma glorificada en el 
amor; y cuando tras la cadencia final resonó vibrante el largo treno a lo largo del 
salón, no pudo contenerse y como arrebatado por brazos ardientes exclamó colmado 
de dolor y de placer: "¡Olimpia!" Todos se volvieron hacia él, algunos sonrieron. El 
organista de la iglesia puso una cara más sombría que de costumbre y dijo 
solamente: "Bueno, bueno". 

El concierto había terminado y comenzaba el baile. "¡Bailar con ella! ¡Bailar con 
ella!", era la meta de todos los deseos, de todos los empeños de Nataniel. Mas, ¿cómo 
atreverse a pedírselo a ella, a la reina de la fiesta? Sin embargo, sin comprender 
cómo había sucedido, apenas comenzado el baile se encontró de pronto junto a 
Olimpia a quien nadie había invitado a bailar. Él le tomó la mano balbuceando 
apenas unas pocas palabras. La mano de Olimpia estaba helada; conmovido por un 
estremecimiento mortal, clavó su mirada en los ojos de Olimpia, donde brillaban el 
amor y la nostalgia. En ese momento sintió como si comenzara a irradiarse un pulso 
cálido en la mano helada y a encenderse la corriente de la vida. También en el alma 
de Nataniel brilló más intenso el anhelo amoroso; abrazó a la hermosa Olimpia y se 
precipitó entre la multitud de bailarines. 

Nataniel estaba convencido de que bailaba muy bien, pero por la notable firmeza 
rítmica con que bailaba Olimpia, que muchas veces lo sacaba de su porte, comprobó 
que en realidad le faltaba mucho sentido del ritmo. Sin embargo, no quería bailar 
con ninguna otra mujer, y habría querido matar a cualquiera que se hubiese 
acercado a Olimpia para invitarla a bailar. Pero eso no sucedió. más que dos veces. 
Para su sorpresa, Olimpia no salió a bailar en esas ocasiones. En cambia, siempre 
aceptaba bailar con él. 

Si Nataniel hubiese podido ver algo que no fuera su bella Olimpia, no se habrían 
podido evitar discusiones y peleas. En efecto, los allí presentes apenas podían 
contener la risa a causa de la bella Olimpia, porque la gente joven la seguía con 
miradas curiosas cuya causa no se podían explicar. 

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Acalorado por el baile y el vino abundante, Nataniel había perdido toda su 
habitual timidez. Sentado junto a Olimpia, le había tomado la mano y le hablaba 
enardecido 

y entusiasmado de su amor con palabras que ni él ni Olimpia comprendían. Acaso 
ella sí, porque lo miraba fijamente a los ojos y suspiraba. Entonces Nataniel le decía: 
"¡Criatura divina y celestial! Rayo de luz del prometido trasmundo del amor! ¡Alma 
profunda en la que todo mi ser se refleja!", y muchas otras cosas parecidas; pero 
Olimpia se limitaba a sus suspiros... 

El profesor. Spallanzani pasó una vez delante de ellos y les sonrió con extraña 
satisfacción. A Nataniel le pareció —a pesar de que estaba completamente en otro 
mundo— que de repente la casa del profesor Spallanzani había adquirido un tono 
bastante oscuro: miró a su alrededor y observó, no sin sobresaltarse, que las dos 
últimas luces que aún quedaban encendidas en el salón vacío estaban a punto de 
apagarse. La música y el baile habían concluido hacía rato. "¡Separarnos, 
separarnos!", exclamó desesperado mientras besaba la mano de Olimpia y se 
inclinaba sobre 

su boca. ¡Estaban helados los labios que respondieron a sus labios ardientes! No 
obstante, sintió un íntimo estremecimiento, el mismo que lo había sacudido cuando 
tomó en sus manos la mano helada de Olimpia; se acordó de la leyenda de la novia 
muerta5; pero Olimpia lo apretaba con fuerza, y en el beso la vida pareció entibiar 
sus labios. 

El profesor Spallanzani. recorrió lentamente el salón vacío; sus pasos resonaron 
huecos, y su figura rodeada de trémulas sombras parecía un espectro aterrador. 

"¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra? ¿Me amas?", le susurraba 
Nataniel, pero Olimpia suspiró poniéndose de pie: "¡Ah...!" "Sí, tú eres mi adorada, 
mi divina estrella de amor", le decía Nataniel. "Has empezado a brillar para mí y 
glorificarás mi alma eternamente." "¡Ah...!", siguió diciendo Olimpia mientras se 
alejaba. Nataniel la persiguió. De pronto se encontraron ante el profesor. 

"Lo he visto conversar muy animadamente con mi hija", dijo éste sonriendo. 
"Bueno, bueno, querido señor Nataniel, si le agrada conversar con esta muchacha 
tonta, lo recibiré con gusto en mi casa." Y Nataniel se alejó de allí con el corazón 
colmado de un cielo claro y resplandeciente. 

La fiesta de Spallanzani fue el tema de conversación de los días siguientes. A 
pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que resultara espléndida, 
los más comedidos hablaban de las múltiples cosas inconvenientes y extrañas que 
habían sucedido, y sobre todo de la mortalmente rígida y silenciosa Olimpia, de la 
que se decía que era completamente estúpida a pesar de su belleza; eso explicaba 
que Spallanzani la hubiera tenido oculta durante tanto tiempo. 

Nataniel escuchaba todo esto con bastante desagrado, pero se callaba. "¿Valdrá la 
pena", pensaba, "probarles a estos jóvenes que es justamente la estupidez de ellos la 
que no les permite distinguir el alma profunda y maravillosa de Olimpia?" 

Seguramente se refiere Hoffmann a La novia de Corinto, de Goethe. 

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"Hazme el favor, hermano", le dijo un día Sigmundo, "de explicarme cómo es 
posible que tú, una persona inteligente, hayas podido enamorarte de esa cara de 
cera, de esa muñeca de madera." 

Nataniel iba a contestarle furioso, pero se contuvo y le dijo: "¿Y tú, Sigmundo? 
¿cómo ha podido escapar el seductor encanto celestial de Olimpia a tu mirada tan 
sensible a la belleza? Pero justamente por eso, gracias al cielo, no te tengo de 
adversario; porque de ser así, uno de los dos tendría que morir". 

Sigmundo comprendió cuál era la situación de su amigo, cambió hábilmente de 
tema, y después de expresar que en el amor no cabían juicios, agregó: "Lo curioso es 
que muchos de nosotros tenemos una opinión bastante parecida sobre Olimpia. No 
lo tomes a mal, hermano, pero nos parece extrañamente rígida y como carente de 
alma. Su cuerpo es proporcionado, también su rostro, es cierto. Podría decirse que es 
linda si su mirada no fuera tan yerta; casi parece no tener vista. Su andar es 
extraordinariamente regular; cada movimiento parece el resultado de un mecanismo 
de relojería. Su manera de tocar el piano, de cantar, tienen ese ritmo insulso y exacto 
de una máquina, y lo mismo ocurre con su modo de bailar. En resumen, Olimpia nos 
ha parecido espantosa; no nos ha interesado en absoluto; sentíamos que si bien 
actuaba como un ser vivo, la. cosa era muy distinta". 

Nataniel no se entregó al amargo sentimiento que lo acosó al escuchar estas 
palabras de Sigmundo; dominó su disgusto y le dijo con toda seriedad: "Claro que 
Olimpia tiene que resultarles espantosa a ustedes, que son fríos y prosaicos. Sólo al 
espíritu poético se le revela lo que es afín. Sólo yo vi su mirada amorosa, que 
iluminó mis sentidos y mi mente; sólo en el amor de Olimpia me reencuentro 
conmigo mismo. A ustedes puede disgustarles que ella no intervenga en 
conversaciones triviales, como lo hacen otros espíritus simples. Habla poco, es cierto, 
pero esas pocas palabras son como verdaderos jeroglíficos del mundo interior pleno 
de amor, y del supremo conocimiento de la vida espiritual en la contemplación del 
trasmundo eterno. Pero como ustedes no entienden de esos temas, no vale la pena 
hablar de ello". 

"Que Dios te ayude, hermano", le dijo Sigmundo en voz muy baja, casi 
dolorosamente, "pero me parece que vas por mal camino. Puedes contar conmigo 
cuando todo... no, no voy a decir más nada." Nataniel sintió de repente que el frío, el 
prosaico Sigmundo quería lo mejor para él, y le estrechó la mano con profundo 
afecto. 

Nataniel olvidó por completo que existía una Clara en el mundo a la que una vez 
había amado. Su madre, Lotario, todos se borraron de su memoria. Vivía solamente 
para Olimpia, junto a la que pasaba tardes enteras fantaseando acerca de su amor, de 
la renovada simpatía hacia la vida, de las electivas afinidades psíquicas, y Olimpia 
escuchaba todo con intensa devoción. Desde las profundidades más insondables de 
su escritorio rescató Nataniel todo lo que alguna vez escribiera —poemas, fantasías, 
visiones, cuentos, novelas—, que día a día acrecentaba con sonetos, estancias y 
canciones disparatadas que incansablemente leía para Olimpia durante horas. 
Nunca había tenido una oyente tan perfecta. No bordaba ni tejía, no miraba por la 
ventana ni les daba de comer a los pajaritos, no jugaba con un perro faldero ni con 

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un gato, no se entretenía con recortes de papel u otras cosas y tampoco ocultaba un 
bostezo tras una tosecilla leve y artifical. En pocas palabras, se pasaba las horas 
enteras con la mirada fija en su amado, sin moverse, y aquella mirada era cada vez 
más ardiente, más llena de vida. Sólo cuando Nataniel se levantaba por fin y le 
besaba la mano y también los labios, decía ella: "¡Ah...!", y después: "Buenas noches, 
mi amor!" 

"¡Alma celestial!", exclamaba Nataniel en su cuarto. "Sólo tú, sólo tú me 
comprendes." Se estremecía extasiado cuando pensaba en la maravillosa armonía 
que iba manifestándose diariamente entre su alma y la de Olimpia, porque era como 
si ella le hablara de su obra y de su sentido poético desde lo más hondo de su propio 
ser, como si la voz de ella resonara realmente por si misma en el interior de Nataniel. 
Y así tenía que ser, porque Olimpia jamás pronunció más palabras que las ya dichas. 
Cuando Nataniel pensaba, en instantes de lucidez (por ejemplo en la mañana, al 
despertarse), en la absoluta pasividad y el laconismo de Olimpia, se decía sin 
embargo: "¡De qué valen las palabras! La mirada de sus ojos celestiales dice más que 
cualquier lenguaje terrenal. ¿Puede acaso una criatura celeste introducirse en el 
estrecho círculo que traza la miserable necesidad terrena?" 

El profesor Spallanzani parecía muy contento con la relación de su hija y Nataniel; 
a éste le demostraba su complacencia con señas inequívocas, y cuando Nataniel se 
atrevió a insinuar una unión con Olimpia, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y dijo 
que su hija estaba en total libertad de decidir lo que quisiera. 

Animado por estas palabras, con una pasión ardiente en el corazón, Nataniel 
decidió que al día siguiente le rogaría a Olimpia que le dijera con palabras lo que su 
dulce mirada ya le había manifestado hacía tiempo: que quería pertenecerle para 
siempre. 

Fue a buscar el anillo que su madre le regalara cuando se fue de su casa, para 
dárselo a Olimpia como símbolo de su entrega. Mientras estaba en eso, vio las cartas 
de Clara y de Lotario; pero las dejó a un lado con indiferencia, encontró el anillo, se 
lo guardó y salió corriendo a casa de Olimpia. 

Ya en la escalera, y luego en el corredor, escuchó un alboroto extraño que parecía 
provenir del estudio de Spallanzani. Un ruido como de algo que se rompe, chirridos, 
golpes contra la puerta y entremedio gritos y maldiciones. "¡Suelta, suelta, infame, 
maldito! 

—Para esto haber trabajado toda una vida. 

—¡Ja ja ja! No era esto lo que habíamos pactado. 

—Yo, yo hice los ojos, yo la maquinaria. 

—¡Al diablo ron tu maquinaria, perro maldito, relojero idiota-fuera-Satanásespera-
bestia infernal-espera-fuera-suelta!" Eran las voces de Spallanzani y de 
Coppelius las que vociferaban y reían así. El profesor sujetaba por los hombros una 
figura humana de mujer y el italiano Coppola por los pies; tironeaban cada uno para 
su lado, peleándose furiosos por su posesión. Nataniel retrocedió con espanto al 
reconocer a Olimpia en aquella figura; enardecido, con una furia salvaje, quiso 
arrebatarles la amada a aquellos dos hombres enajenados. Pero en ese momento 
Coppola se dio vuelta y con una fuerza monstruosa le arrancó al profesor la figura 

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de las manos y le dio con ella un golpe tremendo que lo hizo tambalear y caer de 
espaldas sobre la mesa llena de redomas, botellas, retortas y tubos de vidrio. Todos 
los aparatos se rompieron en mil pedazos. Coppola cargó la figura sobre los 
hombros y con una carcajada estridente y pavorosa bajó corriendo la escalera de 
modo que los pies de la figura, que pendían en el aire, fueron golpeando los 
escalones con un ruido sordo de madera. 

Nataniel estaba petrificado; demasiado claramente había visto que el rostro de 
cera mortalmente pálido de Olimpia no tenía ojos; en su lugar había dos cavidades 
negras: era una muñeca sin vida. 

Spallanzani se revolcaba en el suelo; los vidrios rotos le habían provocado heridas 
en la cabeza y en el pecho; la sangre manaba a borbotones. Pero consiguió reunir 
fuerzas: "Síguelo, síguelo, ¿qué esperas? Coppelius, Coppelius me robó mi mejor 
autómata. Veinte años de trabajo... puse mi vida en ellos... el mecanismo de cuerda... 
la voz... el andar... míos... los ojos... los ojos que te robó... maldito... condenado... 
síguelo... búscame a Olimpia, ahí tienes los ojos!" Nataniel vio que un par de ojos 
sanguinolentos lo miraban desde el piso; Spallanzani se apoderó de ellos con la 
mano sana y se los arrojó al pecho. Entonces un delirio abrazó a Nataniel con sus 
garras hirvientes y penetró en su interior arrebatándole el sentido y la capacidad de 
pensar. 

"¡Uy uy uy! Círculo de fuego... fuego... gira... lindo... lindo... Muñequita de 
madera, oh, gira, gira, muñequita de madera." Y diciendo esto se arrojó sobre el 
profesor y comenzó a apretarle la garganta. Lo habría asfixiado, pero él alboroto 
había atraído a muchas personas que entraron violentamente, arrancaron del suelo 
al furibundo Nataniel y salvaron así al profesor, que fue vendado de inmediato. 
Sigmundo no consiguió, a pesar de toda su fuerza, atar al loco, que seguía gritando 
con voz espantosa: "¡Gira, gira, muñequita de madera!% y lanzaba golpes al aire con 
los puños cerrados. Finalmente, la fuerza conjunta de unos cuantos hombres logró 
someterlo, arrojándolo al suelo y atándolo. Sus palabras se deshicieron en un aullido 
animal. Así, entre gritos espantosos, fue conducido al manicomio. 

Antes de que te siga contando lo que pasó después con el desgraciado Nataniel, te 
diré, por si ello te interesa, que el hábil físico y fabricante de autómatas Spallanzani 
se ha restablecido totalmente de sus heridas. Debió abandonar la universidad, 
porque la historia de Nataniel armó gran revuelo, y en todos los círculos se 
consideró un engaño absurdo y un verdadero abuso llevar una muñeca de madera 
en lugar de una persona de carne y hueso a reuniones de té formales (Olimpia las 
había frecuentado con éxito). Los juristas calificaron al hecho dé hábil estafa tanto 
más condenable por cuanto había sido realizada en perjuicio del público, y con tanta 
astucia, que ningún hombre (a excepción de algunos estudiantes muy inteligentes) la 
había notado, a pesar de que ahora todos afirman que Olimpia les había resultado 
sospechosa y apelan para ello a todo tipo de circunstancias que no revelaron nada 
razonable. Porque, por ejemplo ¿podía haberle resultado sospechoso a alguien — 
según lo manifestado por un elegante frecuentador de los tés— que Olimpia hubiese 
estornudado más veces que bostezado, contra todo uso y costumbre? En primer 
lugar, según este elegante caballero, el mecanismo oculto hacía cierto ruido, etc. El 

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profesor de literatura y retórica tomó una pizca. de tabaco, cerró la lata, tosió 
ligeramente y dijo en tono solemne: "¡Estimadas señoras y señores! ¿Ataco no 
perciben ustedes que se trata de una alegoría, de una metáfora? Ustedes 
comprenden: ¡Sapientisat!" Pero muchos estimados caballeros no se dieron por 
satisfechos; la historia del mecanismo automático se había arraigado profundamente 
en ellos, y comenzaron a sospechar espantosamente de toda persona. Para 
convencerse completamente de que no amaban a una muñeca de madera, muchos 
enamorados exigieron a sus amadas que cantaran desentonadamente y bailaran mal, 
que bordaran o tejieran cuando ellos les leían algo, que jugaran con el perrito, etc., 
pero sobre todo, que no solamente escucharan sino que también intervinieran en la 
conversación manifestando un pensamiento y una sensibilidad propias. En muchos 
casos, esto hizo que la relación se fortaleciera y se hiciera más agradable; en otros, 
por el contrario, los enamorados fueron separándose más y más. "En verdad, no se 
pueden poner las manos en el fuego", decían muchos. En los tés se bostezaba 
constantemente y jamás se estornudaba. 

Spallanzani debió huir para evitar un juicio por haber introducido engañosamente 
un autómata en la comunidad humana. Coppola también desapareció. 

Finalmente, también Nataniel despertó de su profunda pesadilla; abrió los ojos .y 
sintió que una indescriptible sensación de bienestar lo colmaba con una suave 
tibieza. Yacía en su cuarto de la casa paterna y Clara permanecía inclinada sobre él; 
no lejos se hallaban la madre y Lotario. "¡Por fin, por fin, mi querido Nataniel! Por 
fin estás curado de una enfermedad tan terrible. i Ahora eres mío otra vez!" Así le 
dijo Clara desde lo más profundo de su corazón y abrazó a Nataniel. Éste, a su vez, 
no pudo contener un torrente de lágrimas de dolor y de placer y balbuceó: "¡Clara, 
mi Clara!" 

Sigmundo, que tan bien se había portado con su amigo en los momentos más 
difíciles, entró al cuarto en ese momento. Nataniel le tendió una mano: "¡Hermano 
fiel, no me has abandonado!" 

Toda huella de delirio y de locura había desaparecido; Nataniel se restablecía 
pronto bajo el cuidado constante de la madre, la amada y el amigo. Entretanto, la 
alegría había vuelto a la casa; porque un tío viejo y avaro de quien nadie esperaba 
nada, había muerto y le había dejado a la madre, además de una fortuna no 
despreciable, una linda casita cerca de la ciudad. Allí pensaban mudarse la madre, 
Nataniel y Clara, que pronto se casarían, y Lotario. 

Nataniel estaba más sereno que nunca y valoraba en su totalidad el alma pura y 
delicada de Clara. Nadie le recordaba tampoco ni con una mínima alusión el pasado. 
Sólo cuando Sigmundo se marchó le dijo Nataniel: "Por Dios, hermano, iba por mal 
camino, pero un ángel me condujo a tiempo hacia el sendero de la luz: fue Clara". 
Sigmundo no lo dejó seguir hablando temeroso de que volvieran a su mente 
recuerdos e imágenes que podían afectarlo profundamente. 

Así llegó el día en que aquellas cuatro personas felices habrían de mudarse a la 
casita. Hacia el mediodía paseaban por las calles de la ciudad. Habían comprado 
algunas cosas; la torre del ayuntamiento arrojaba sobre el mercado su sombra 
gigantesca. "¡Ay!", dijo Clara, "subamos una vez más y contemplemos desde lo alto 

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las montañas lejanas." Dicho y hecho. Los dos —Nataniel y Clara— subieron a la 
torre; la madre se fue a casa con la criada, y Lotario, sin ganas de subir tantos 
escalones, decidió esperar abajo. 

Allá estaban los enamorados, del brazo en el mirador más alto de la torre, y 
contemplaban los etéreos bosques detrás de los que se erguían, como una ciudad de 
gigantes, las montañas azules. "Fíjate qué extraña esa mata gris que parece avanzar 
regularmente hacia nosotros", le dijo Clara. Nataniel introdujo mecánicamente una 
mano en el bolsillo, donde aguardaban los prismáticos de Coppola ; miró con ellos 
hacia el costado. ¡Clara estaba ante la lente! Entonces comenzó a sentir extrañas 
convulsiones en sus venas y arterias; mortalmente pálido, miraba a Clara, pero al. 
poco tiempo empezaron a arder y crepitar corrientes de fuego en sus ojos revueltos. 
Aulló como un animal acosado, dio un salto y con una carcajada estremecedora 
gritó: "Muñequita de madera, gira, gira, muñequita de madera". Luego, con fuerza 
descomunal, tomó a Clara y quiso arrojarla de la torre; pero ella se aferró 
desesperadamente a la baranda. 

Lotario escuchó los aullidos del loco y también los gritos de Clara. Un 
presentimiento horrible lo estremeció; subió corriendo: la puerta de la segunda 
escalera estaba cerrada. Los gritos de Clara resonaban con mayor intensidad. Furioso 
y aterrado golpeó y golpeó la puerta hasta que por fin cedió. Los gritos de Clara 
comenzaban a apagarse: "¡Socorro, socorro, sálvenme!" Así moría la voz en el viento. 
"¡Está muerta, el loco la asesinó!", gritó Lotario. También la puerta del mirador 
estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas desmesuradas; hizo saltar la puerta. 
¡Dios Santo! Clara se mecía en el aire, por encima del balcón, en brazos de Nataniel. 
Sólo con una mano permanecía aferrada a los barrotes de hierro. Con la velocidad de 
un rayo sujetó Lotario a su hermana atrayéndola hacia el mirador y en ese mismo 
instante golpeó con el puño cerrado al loco que retrocedió y soltó a su presa. 

Lotario bajó las escaleras corriendo con su desvanecida hermana en brazos. Estaba 
a salvo. Nataniel seguía delirando en el mirador. Daba saltos y gritaba: "¡Círculo de 
fuego, gira, gira, círculo de fuego!" 

Al escuchar los gritos salvajes, la gente fue concentrándose; entre todos se 
distinguía el gigantesco abogado Coppelius que había llegado ese día a la ciudad y 
se dirigía al mercado. 

Los hombres querían subir para agarrar al loco, pero Coppelius, lanzando una 
carcajada, dijo: "¡Ja ja ja! Esperen, que pronto bajará solo". Y siguió mirando hacia 
arriba, como los demás. 

De repente, Nataniel quedó como petrificado, se inclinó y divisó a Coppelius, y 
con un grito salvaje: "¡Ah, lindos ojos, lindos ojos!", saltó por encima de la baranda. 

Cuando cayó sobre el pavimento con el cráneo destrozado, Coppelius ya no 
estaba entre los observadores. Años más tarde, algunas personas aseguran haber 
visto a Clara en una lejana aldea, sentada ante la puerta de una linda casita, de la 
mano de un hombre de aspecto apacible, y ante ella jugaban dos niñitos alegres. 
Habría que concluir pues que Clara encontró aún la tranquila paz hogareña que 
anhelaba su sensibilidad alegre y serena, y que Nataniel, interiormente desgarrado, 
jamás habría podido brindarle.